El humo de los cigarros flotaba en el aire del Arctic Restaurant and Hotel, mezclándose con el olor del whisky barato y el sudor de los buscadores de oro. Afuera, en las calles de la ciudad canadiense de Whitehorse, la nieve parecía sucia mientras los recién llegados al Klondike, un territorio en la frontera con Alaska, luchaban por una oportunidad de riqueza. Adentro, entre risotadas y apuestas, los hombres encontraban consuelo en la comida caliente y en la compañía de alguna mujer. Eran los primeros años del siglo XX.

Los camareros llevaban platos de carne asada a las mesas abarrotadas de aventureros que bebían hasta la inconsciencia. En los pisos superiores, detrás de unas puertas apenas entreabiertas, las “habitaciones para damas” prometían otro tipo de alivio. Frederick Trump, inmigrante alemán de sonrisa astuta y ambición desmedida, había descubierto una verdad irrefutable: en la fiebre del oro, la verdadera riqueza no estaba en las minas, sino en los bolsillos de los mineros. Y él sabía cómo explotarlos.

Lo que pocos imaginarían en aquel lugar de juegos y placer es que ese hombre, que había hecho su fortuna ofreciendo alcohol, prostitución y carne de dudosa procedencia a los desesperados, sería el patriarca de una dinastía que, un siglo más tarde, daría a Estados Unidos uno de sus presidentes más controversiales. Porque Frederick, el dueño del burdel convertido, no era otro que el abuelo de Donald Trump.

Cuando cumplió 16 años, tomó una decisión que definiría su destino: huyó de Alemania para evitar el servicio militar.

El barbero ambicioso

Frederick Trump nació como Friedrich el 14 de marzo de 1869 en Kallstadt, un pequeño pueblo de Baviera, Alemania. Su infancia estuvo marcada por la pobreza y la enfermedad. Su padre murió cuando él tenía ocho años, dejando a la familia hundida en deudas.

Como el niño era demasiado frágil para trabajar en los viñedos como sus hermanos, su madre decidió enviarlo a sus 14 años a Frankenthal para aprender un oficio más liviano: la barbería.

El joven Friedrich pasó años de aprendiz bajo la disciplina férrea de un barbero alemán, trabajando de sol a sol, puliendo su habilidad con las tijeras y la navaja de afeitar. Pero había algo en su interior que lo quemaba. La vida de un humilde peluquero en un pueblo alemán no era suficiente para él.

Cuando cumplió 16 años, tomó una decisión que definiría su destino: huyó de Alemania para evitar el servicio militar y se embarcó rumbo a América, dejando únicamente un breve mensaje a su madre.

Frederick llegó a Nueva York en 1885 sólo con sus herramientas de barbero. Pero le sobraba voracidad de éxito.

Su hermana mayor, que ya vivía en la ciudad, lo acogió, y casi de inmediato le consiguió trabajo en una barbería alemana en el Lower East Side. Durante seis años, cortó el cabello y afeitó a clientes en un barrio repleto de inmigrantes, escuchando historias de fortuna y fracaso, aprendiendo que en América, el éxito era cuestión de astucia.

Claro que no era hombre de conformarse con sueldo modesto. Nueva York le parecía un sitio demasiado lento para su ambición. Su oportunidad llegó con la expansión hacia el oeste, donde ciudades como Seattle prometían riquezas a quien tuviera el valor de arriesgarse.

Los abuelos de Trump: Elisabeth y Frederick.Los abuelos de Trump: Elisabeth y Frederick.

Su explotar un lucrativo modelo de negocio: comida, bebida y mujeres.

La fiebre del oro

En 1891, con los ahorros que había acumulado, se trasladó hacia allá, por entonces un hervidero de apuestas y desenfreno, y compró su primer negocio: un pequeño restaurante en Washington Street, zona conocida por su actividad de bares y prostíbulos.

Bajo el discreto nombre de Dairy Restaurant, servía comida a los trabajadores del puerto y a los clientes de los burdeles vecinos. Pero su negocio escondía algo más: al igual que el Arctic en el Klondike, el Dairy también ofrecía “habitaciones para damas”.

Seattle fue solo el primer paso. En 1894, cuando escuchó rumores de una nueva fiebre del oro en Monte Cristo, un pueblo minero en las montañas de Washington, Trump vendió su restaurante y se trasladó a la zona. Allí, abrió una posada donde explotó el mismo modelo de negocio: comida, bebida y mujeres.

Frederick tuvo un breve paso por la política. En 1896, mientras administraba su posada, fue elegido juez de paz por 32 votos a 5. Sin embargo, su mandato fue efímero: cuando la bonanza mineral se desinfló y los trabajadores abandonaron la zona, Trump vendió sus propiedades y se trasladó al Klondike, en el territorio del Yukon, demostrando que su verdadera vocación no estaba en aplicar la ley, sino en encontrar la manera de doblarla a su favor.

Allí, en 1897, abrió el Arctic Restaurant and Hotel en Bennett, Columbia Británica. En una zona donde la mayoría de los buscadores de oro dormía en tiendas de campaña y comía lo que podía, su negocio era un lujo. El menú ofrecía carne de vaca fresca (aunque, según reportes de la época, muchas veces era carne de caballo camuflada) y habitaciones donde los mineros podían encontrar cierto calor humano. El éxito fue rotundo. Frederick expandió su negocio a Whitehorse, estableciendo un segundo Arctic Hotel, más grande y lucrativo.

Donald Trump no conoció a su abuelo Frederick, quien murió en 1918.Donald Trump no conoció a su abuelo Frederick, quien murió en 1918.

Volver con los bolsillos llenos

Para 1901, era un hombre decididamente rico. Pero él no se hacía ilusiones, pues supo ver las señales de un mercado en declive. Sabía que el gobierno canadiense estaba presionando para cerrar burdeles y casinos. Antes de que las nuevas reglas afectaran su negocio, vendió todo y salió del Klondike con los bolsillos llenos. Como él mismo solía decir, “en cualquier situación donde haya muchos perdedores, siempre hay una manera de ganar”.

De vuelta en Alemania, Frederick decidió establecerse en su pueblo natal y casarse con Elisabeth Christ, una chica del lugar. Sin embargo, el gobierno bávaro tenía otros planes. Al descubrir que había emigrado ilegalmente para evadir el servicio militar, lo declararon traidor y su destino fue el destierro. Con el agregado de otra sanción, la quita de la ciudadanía alemana.

Con pocas opciones, él y su esposa regresaron a Nueva York en 1905. Allí, comenzó de nuevo, esta vez invirtiendo en bienes raíces en Queens y abriendo un hotel en Manhattan. En 1905 nació su hijo Fred Trump, quien seguiría sus pasos en el negocio inmobiliario y, a su vez, criaría a un niño llamado Donald.

Frederick Trump no vivió para ver el imperio que levantarían sus descendientes. En 1918, en plena pandemia de gripe española, murió repentinamente a los 49 años. Su viuda, tomó el control de sus inversiones y, junto a su hijo Fred, expandió los negocios familiares.

Desde los burdeles del Klondike hasta las propiedades de Nueva York, Frederick dejó un legado de astucia y pragmatismo brutal. Un siglo después, su apellido se convertiría en sinónimo de poder cuando su nieto, Donald, llegara a la Casa Blanca como el presidente número 45 de los Estados Unidos. Y como si la historia de los Trump estuviera escrita por ciclos, volvería a recuperar el mando en 2025. En su familia, queda claro, las derrotas nunca son definitivas, solo oportunidades para volver con más fuerza una y otra vez.



Fuente Clarin.com

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