Justo José Ilarraz es entrerriano y lleva el nombre de Urquiza. Es sacerdote y no se hizo conocido por su tarea pastoral ni por ninguna batalla épica en los moldes de la patria, sino por ser condenado a 25 años de prisión por abusar de menores, echado de la Iglesia por el Papa Francisco y ahora considerado autor de “hechos aberrantes” por la Corte Suprema de Justicia de la Nación que, en el mismo fallo… lo absolvió.
No es que el violador haya sido hallado inocente ni que faltaran pruebas contra aquellos hechos aberrantes sino, simplemente, que pasó mucho tiempo entre sus acciones y la denuncia en su contra.
La mayoría de las víctimas eran chicos de 12 años y la ley indica -indicaba entonces- que los hechos de los que acusaron a Ilarraz prescribían a los 12 años.
Es decir, si ninguno de los chicos se animaba a contar los horrores vividos antes de cumplir los 24, quien encerró los horrores en sus almas quedaría sin castigo.
Es lo que acaba de ocurrir.
Ilarraz fue declarado culpable en 2018 por los abusos contra siete chicos cometidos entre 1988 y 1992. Es decir, entre 26 y 30 años antes de la condena.
La Corte planteó ahora que los delitos prescribieron siete años antes de que se formalizara la primera denuncia contra el cura, en 2012.
Los abusos ocurrieron en el Seminario Nuestra Señora del Cenáculo de Paraná, donde el condenado era prefecto de disciplina y guía espiritual de los adolescentes abusados.
Un tribunal oral, una cámara de alzada y la propia Corte de Entre Ríos revisaron los hechos una y otra vez y reconfirmaron, una y otra vez, la condena.
Los chicos, de origen humilde y rural, volvían del seminario a sus casas una vez cada dos meses, y muchas veces el cura abusador estaba allí también, hablando con sus familias. ¿Quién lo denunciaría?
Con el abusador controlando uno y otro extremo de la cuerda de contención -el colegio pupilo y la familia-, ¿cuál era el espacio que tenían los chicos abusados para contar lo que les estaba pasando?
¿Dónde lo iban a contar? ¿A quién?
La propia Corte remarca que los plazos de prescripción para esos delitos contra menores fueron ampliados por el Congreso a partir de 2015 -el argumento obvio es que los niños y adolescentes pueden necesitar mucho más tiempo para exteriorizar lo que les pasó-, pero que la ley no es retroactiva, de modo que el caso del cura abusador de Entre Ríos rige por la ley anterior, que indicaba la prescripción penal.
Por ese absurdo perdón del tiempo, el cura -que nunca estuvo en la cárcel- seguirá libre en su casa.
Las víctimas ven una vida de lucha por justicia aplastada en un instante por una ley vieja, cambiada en su letra pero vigente en su espíritu beneficiando al violador.
No porque se hayan borrado los instantes atroces en que el adulto responsable viola al menor a quien debe cuidar. Ni porque los hechos no hayan ocurrido.
Mucho menos porque las víctimas los hayan olvidado o hayan podido transcurrir sus vidas lejos del fantasma del trauma precoz.
Sólo porque pasó el tiempo.
La prescripción es una figura basada en el principio de que nadie puede ser perseguido por una acción indefinidamente, considerando que el Estado pierde interés en hacer justicia si pasan los años.
Ahora, ¿qué culpa tienen las víctimas?
La Corte aplicó la ley de los manuales, pero ¿es este final legal un final justo?