La respiración es el verdadero sostén de la sintaxis; lo saben no sólo Marcel Proust, Claude Simon, Juan Benet o Juan José Saer sino cualquier escritor que se haya detenido a reflexionar acerca de su oficio. Pero aquellos que entregan el cuerpo de la prosa al viejo anhelo de Faulkner de intentar “decirlo todo en una sola frase” ofrecen a su vez una suerte de cirugía a corazón abierto de los rudimentos de la escritura. Porque, ¿qué sucede, entonces, con la construcción de escenas, con el punto de vista, con las secuencias temporales?

Claro que por más dilatadas que sean sus frases, no es lo mismo el mustio, cadencioso Jon Fosse que el vitriólico Thomas Bernhard. Aunque ambos construyen un mundo –de nuevo Faulkner– “en la cabeza de un alfiler”, no lo hacen de la misma manera. Tampoco László Krasznahorkai.

El húngaro nacido en 1954 y que lleva una existencia apartada del mundanal ruido en una finca en las colinas de Szentlászló. Es conocido por sus torrenciales novelas y por haber sido guionista de algunas películas de su compatriota Béla Tarr, que adaptó sus novelas Tango satánico y Melancolía de la resistencia.

Es uno de esos escritores con fama de exigente y una visión del mundo nada complaciente que suele congregar el reconocimiento unánime de la crítica. Susan Sontag y W. G. Sebald no dieron rodeos en erigirlo como un nuevo Gogol, un nuevo Melville, un profeta del apocalipsis venido de Europa Oriental.

Comparada con sus obras colosales –las mencionadas Tango satánico o Melancolía de la resistencia– por amplitud y ambición El último lobo es una muestra comprimida de su escritura. Krasznahorkai se embarca en la odisea de una frase, pero no es mera retórica sino la vislumbre de un flanco diferente de lo cotidiano.

En Berlín, un filósofo relata a un indolente barman húngaro los pormenores de su reciente viaje a Extremadura, España, a causa de haber sido invitado por una fundación a visitar el territorio y escribir lo que le plazca al respecto. Venciendo su incredulidad inicial –ya que alejado de la profesión, este no hace más que repartir su existencia entre vagabundeos y litros de cerveza, y no cree que pueda ser cierta la suma de dinero que le ofrecen–, el filósofo parte en viaje y, en el salto sin continuidad al interior de la frase, se muestra junto con un chofer y una intérprete en busca del cazador del último lobo de la región.

Este hombre desengañado que “había comprendido que todo cuanto percibimos de la existencia no es más que el monumento a la futilidad” es asaltado en aquel páramo desolado por una epifanía.

El crítico James Wood dijo que “es difícil saber exactamente qué están pensando los personajes de Krasznahorkai, porque su mundo ficticio se tambalea al borde de una revelación que nunca llega del todo”. Así lo dice el propio Krasznahorkai en su novela Guerra y Guerra: “O bien todo cuanto él hacía y pensaba había perdido el sentido, o bien se hallaba en el umbral de un descubrimiento decisivo”.

En El último lobo ese descubrimiento horada la distancia entre las lenguas, el irremediable malentendido, y se instala en una zona próxima a lo indecible. Se trata de un pasaje memorable. El filósofo, que viene sin comprender aquello de lo que se habla –la intérprete, conmocionada, ha dejado de traducir–, es llamado aparte por el guardabosque para comentarle lo que descubrió al morir el ultimo lobo. El filósofo retruca que no hace falta decirlo, porque ya lo sabe. No por ocultársela al lector, la epifanía es menos diáfana.

Último bastión metafórico ante el canto de sirenas del progreso, la muerte del lobo advierte de los peligros de la intrusión de la cultura en el orden de la naturaleza. Pero si la parábola no se deja apresar por la moraleja es debido a que se instala en un terreno inestable en donde nada termina de decirse y que el rodeo de la escritura no deja de cercar.

La de László Krasznahorkai es una prosa menos recursiva que acumulativa, de transiciones bruscas y abruptos cambios de foco, curiosamente legible. Cuando le preguntaron acerca de su método de escritura, el húngaro respondió: “Letras; después, desde las letras, palabras; de estas palabras algunas oraciones cortas; después, más oraciones que son más largas y luego –principalmente– oraciones bien largas, por 35 años. La belleza en el lenguaje. Divertirse en el infierno”.

Quizá más que un mundo, la prosa que caracolea postergando su clausura busca algo indecible que escapa al acecho de las palabras. En el camino revela una obsesión, una tonalidad afectiva, aquello que la impulsa a la entrega sin concesiones, al vértigo de un sí mismo arrojado fuera de sí. Quedan las vísceras, eso sí, las palabras, la ineludible materia.

El último lobo, László Krasznahorkai. Trad. Adan Kovacsics, Editorial Sigilo, 96 págs.



Fuente Clarin.com

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