Podrían los barrabravas, esos caciques del vituperio y de la discordia, ser convocados al sagrado y profanado recinto del Congreso para compartir el dictado de un posgrado en el dudoso arte de la injuria de los maestros del cretinismo verbal.

Nuevas aulas de un hipotético claustro de la afrenta.

Réquiem para la civilidad requerida.

El aquelarre del Congreso es un teatro de la inoperancia (con las debidas excepciones, por supuesto), ornamentado con injurias y patíbulos para ejecutar al lenguaje, para reducirlo al salvajismo y componer una historia de gallinas y gallos cacareando admoniciones, clamando cobardías ajenas y exponiendo sus propias y apabullantes limitaciones. Otra vez, como cuando lanzaban catorce toneladas de piedras desde la plaza y en el recinto proferían fraseologías golpistas. Y ahora, imputaciones racistas, acechantes y vociferantes, un éxtasis de intolerancias y desencuentros que horadan el espíritu constitucional.

Azuzados desde la cúpula gubernamental el insulto se expande.

Los alaridos amenazantes, las acusaciones cruzadas y la reducción del inmenso vocabulario disponible en el idioma castellano hacia la perpetración de un atentado cuadriculado contra la lengua constructiva son síntomas de una decadencia profunda.

Mejor que decir es insultar; mejor que hacer es injuriar.

Traicionan con bajezas e ignorancia el espíritu que Juan Bautista Alberdi, tan citado y tan poco respetado, había diseñado para el Congreso. Debía ser un faro moral, un ejemplo de honor, una representación respetuosa de la pluralidad, un espacio irreductible de defensa de la Constitución, un promotor del progreso, un órgano legislador para el bien común. Sin embargo, está herido por intereses miserables de internas coyunturales, a veces personales.

Según Alberti, el Congreso es el contrapeso natural del poder Ejecutivo. Sin un Congreso fuerte y libre, la república se convierte en una ficción y el gobierno en una tiranía disfrazada.

No todos los legisladores son ineptos ni agraviantes, y por eso la república subsiste. Pero también hay peligros evidentes. El Congreso como cuerpo en general puede ser responsable o irresponsable. La irresponsabilidad de los legisladores fortalece los unicatos y vulnera la independencia de los poderes.

A la vez, cuidado con los sueños fujimoristas: abolir el Congreso es la aberración que antecede a la tragedia. Hay quienes alucinan con esa pesadilla.

Se trata en cambio, de conjurar y mejorar ese aquelarre, ese espectáculo ignominioso, esa danza de gansos chilladores, ese circo romano.

Según la mitología medieval, un aquelarre es una congregación de brujos y brujas para realizar rituales, hechizos y liturgias destinadas al mal. El paroxismo de los insultos de esta semana plasmó un aquelarre en vivo, a la vista de todos, un ritual siniestro, un desatino fatal. Personas que manifiestan grados liminares de ignorancia y entusiasmos agresivos sustituyeron la polémica por graznidos plumíferos y picotazos orales tan ridículos como patéticos y dañinos. Se producen actos inquisitoriales espontáneos y condenas sumarias condensadas en improperios.

Para algunos legisladores, el Congreso se convierte en guarida de sus incapacidades disfrazadas de aspavientos vociferantes.

Sin embargo, no cabe idealizar la historia del Congreso. El Parlamento, en pleno, aplaudió y celebró como una epifanía el default unilateral declarado por el efímero presidente Adolfo Rodríguez Saá, un emperador de siete días. Votó el Congreso el Pacto con Irán y también la estatización de Aerolíneas Argentinas.

Para citar el caso más terrible, en 1935, un disparo dirigido a Lisandro de la Torre no dio en el blanco, pero mató al senador electo Enzo Bordabehere. La sangre tiñó el recinto, y la muerte enlutó al país. Lisandro de la Torre quedó existencialmente herido para siempre y se suicidó con un tiro al corazón en 1939.

Estamos lejos de aquello. Se vivía entonces una “democracia” fraudulenta. Pero hay diferentes niveles de fraude. No respetar a los representados y provocar enfrentamientos para no resolver problemas es un engaño a la voluntad general.

¿Es el Congreso, en rigor, un espejo de la decadencia social o, por el contrario, un traidor distanciamiento de las urgentes necesidades de los representados? Hay legisladores que juran por el “Estado de Palestina” al asumir sus cargos .

Hay enconos personales dirimidos en el recinto y a los gritos. Hay trapisondas orquestadas y a escondidas.

Pero también hay quienes trabajan, y mucho.

Aunque reina la confusión.

Escribió Guy Debord en la Sociedad del Espectáculo: “En el mundo realmente invertido, lo verdadero es un momento de lo falso.”

El Congreso se elige a sí mismo: o el aquelarre o la Constitución; o los chillidos tan altisonantes como vacíos o Juan Bautista Alberdi.

O el infantilismo político feroz y siniestro del barrabravismo interno, o la civilidad de los argumentos y las polémicas racionales.

O la sensatez o la locura.

O la democracia o la anarquía.

Porque anárquico, el Congreso se aleja y a los gritos del arrítmico corazón de la democracia misma.

Los náufragos de la palabra atacan, como la peste.



Fuente Clarin.com

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