En pocas horas más, el lunes 24, se cumplirán tres años de la invasión de Rusia a Ucrania. Era una guerra que iba a durar unos días, un paseo triunfal de los tanques de Putin hasta la Maidán de Kiev, con los ucranianos arrojándoles flores a su paso.

Pero la resistencia fue feroz y los muertos empezaron a apilarse. Hasta sumar hoy decenas de miles en ambos bandos. Aunque con una diferencia clave: los civiles masacrados en sus casas, sus escuelas o sus refugios son todos ucranianos. Víctimas de bombardeos rusos intensivos e indiscriminados.

Lo mismo con los desplazados de sus hogares: los millones, especialmente niños, mujeres y hombres mayores, que huyeron desde el primer día a Polonia, Alemania, España o donde pudieran, son todos ucranianos.

En aquel momento, el mundo reaccionó de inmediato. Europa y Estados Unidos condenaron la invasión, abrazaron a los emigrantes que formaban filas kilométricas en las fronteras, enviaron armas, se mostraron sin fisuras en el aspecto diplomático.

Y aislaron con duras sanciones económicas a Moscú que, sin embargo, apoyado en amigos como China, India y Corea del Norte -que incluso hace pocos meses envió soldados a combatir- consiguió surfear las consecuencias de embargos, multas, restricciones, bloqueos y congelamiento de fondos.

En términos bélicos, la acción está más o menos empantanada desde hace dos años. Tras el primer avance ruso, los ucranianos contraatacaron, pero no llegaron a recuperar todo su territorio, cuyo flanco oriental, históricamente más permeable a la influencia rusa (recordemos que Ucrania se independizó de la Unión Soviética en 1991), continúa en manos del ejército de Putin.

Pero el mundo acaba de cambiar. Donald Trump ocupa nuevamente la Casa Blanca. Y, como la secuela de Matrix, está recargado.

Ucrania puede sufrirlo especialmente: para el presidente estadounidense son más importantes los negocios potenciales con Putin que el temor que despierta el avance ruso en Europa. De paso, dejaría de gastar miles de millones de dólares para armar a Kiev. Además, históricamente ha demostrado más simpatía personal por Putin que por cualquier líder europeo, siempre tan woke.

A Trump, en síntesis, le conviene que la guerra termine ahora y si en el medio Rusia se queda con unos cuantos miles de kilómetros cuadrados que eran ucranianos no le afecta demasiado.

Entonces arma reuniones para tratar la paz directamente con Moscú, sin invitar a Ucrania y a Europa, al mismo tiempo que apela a un recurso utilizado hasta el cansancio en este lejano rincón del mundo: cambiar el relato.

El presidente ucraniano, Volodimir Zelenski, así, pasa a ser “un dictador”. Sobre todo, la culpa del comienzo de la guerra cambia de lado. Trump acusa a Kiev: “Nunca debieron haberla iniciado”.

No sólo el abuso del relato suena conocido por aquí. El violento realineamiento de la política exterior de Estados Unidos a favor de Putin coincide llamativamente con la postura histórica del kirchnerismo.

Recordemos que días antes de comenzar la guerra, Alberto Fernández le había ofrecido a Putin, en un encuentro bilateral, que Argentina fuera la “puerta de entrada” de Rusia en Latinoamérica. Una propuesta coherente con, por ejemplo, la desastrosa decisión de establecer la Sputnik como la vacuna que nos libraría del Covid.

En marzo de 2022, con la guerra fresca y ocupando por completo la atención pública (las notas sobre el tema batían récords de audiencia), los K y sus medios propaladores hablaban de que la invasión estaba justificada porque Ucrania había manifestado interés en sumarse a la OTAN. De acuerdo con esa teoría, Rusia no hacía más que responder a una provocación. Putin actuaba en defensa propia.

Cristina Kirchner, que era vicepresidenta, habló del tema recién cinco días después de la invasión. Y no la condenó. Mezcló la nueva guerra con el reclamo histórico de Malvinas. Y, tal como acaba de hacer Trump, torció la historia para adecuarla a su relato.

Dijo que en 2014, cuando ella era Presidente, Argentina había condenado en la ONU la invasión rusa a Crimea. Así fue, el 15 de marzo de ese año. Pero poco después, el 27, Argentina se abstuvo cuando la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó por amplia mayoría una resolución que apoyaba la integridad territorial de Ucrania.

Cristina había hablado por teléfono con Putin dos días antes. Intercambiaron elogios y el ruso agradeció que la jefa peronista no cuestionara su aventura militar. Putin, un autócrata que moldeó las leyes a su gusto para asegurarse un mandato semieterno y que controló siempre con mano de hierro los medios y el ejército de su país, no podía ser menos que admirado por la dos veces presidenta.

La exvice había reconocido sus coincidencias también con Trump. Cuando este fue electo por primera vez en 2016 (y acá gobernaba Macri), dijo: “Se nos acusaba de proteccionistas y acaba de ganar alguien que hace del proteccionismo, de sus trabajadores, de sus empresas y de su mercado interno una bandera”.

No sorprenden las simpatías cruzadas. Los tres, Cristina, Trump y Putin, son populistas y nacionalistas. Los tres, en el fondo, recelan de las formas democráticas tradicionales. Van por todo.

La pregunta que surge es obvia: ¿qué pensará Javier Milei, un autodeclarado libertario anarcocapitalista, cuando ve que su supuesta imagen en el espejo, Donald Trump, defiende a Putin y coincide con Cristina?



Fuente Clarin.com

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