Lo que Donald Trump le ha hecho al mundo despreciando a uno de sus habitantes en peligro, el presidente de Ucrania, es una afrenta ruin que no le afecta tan solo al que fue expulsado de su lado en la Casa Blanca como si fuera agua sucia.
Es muy grave lo que ha ocurrido, acaso lo más grave que ha pasado ante los ojos del mundo, aparte de las numerosas guerras, desde Gaza a Ucrania, precisamente. La maldad humana que va pareja a esas guerras, y que fue la esencia apestosa que los nazis crearon para hundir las democracias, renace ahora en la voz de Trump. Ese viernes en la Casa Blanca fue una ignominia cuya naturaleza ensucia el mundo.
En otra parte del universo un igual de Trump, el presidente de Rusia, Vladimir Putin, puso a sus medios y a sus diplomáticos a tocar el tambor de hojalata de esta época, hecho de la más terrible de las materias: las que fabrican el reino del bulo traído a la historia por Elon Musk y otros subsidiarios de la más cruel de las persecuciones: la que se hace desde la voluntad de herir y de zaherir, de burlarse del que no opina igual, al que además se declara débil o imbécil.
El lenguaje, es decir, la propiedad que tiene el lenguaje para defenderse solo con los argumentos de la palabra, está en camino del descrédito. Y por esa falla, creada por los que se complacieron con las risas de Trump contra el presidente que lo visitaba, está entrando una nueva satrapía: la risa mundial, el descrédito del otro si este es pobre o ya está encañonado.
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La tensa charla diplomática entre Zelenski y Trump
La risa parecía parte de la tarde en que Zelenski entró, sin otras armas distintas a su presagio, en la zona sagrada de la Casa Blanca. Desde que empezó el desastre que para el mundo era esa retransmisión ya se vio que lo que querían este hombre, Trump, y sus acólitos, entre los cuales estaba el vicepresidente que gesticulaba como su títere, se supo que este ser humano que manda reír tenía el propósito de enviar un mensaje a la humanidad: Ahora Yo Soy el Rey.
El sonido, el gesto, la habladuría ayudada por el dedo que Trump ejercitó, tuvo varios pianistas sin gracia, desde el novio periodista de una de sus colaboradoras, hasta quienes estaban allí como asomándose a una cruel manera de destruir a un hombre que, además, representaba una idea, la libertad de su nación.
Europa no era la única baza que llevaba este hombre zaherido al santuario trumpista. Lo que llevaba Zelenski era la bolsa de estupor que nació en el mundo desde que el ahora presidente de los Estados Unidos tomó posesión de su cargo haciendo mofa de los que le puedan decir que no. El alegato de Trump, que era una escenificación sin contrapartida, y era evidente que así se concibió, era un homenaje que ahora están degustando gourmets oscuros del mundo, desde España o Italia a Argentina o Chile, por decir nombres propios que a lo largo de los años supieron de lo que era la maldad nacida de los ramalazos contra las ideas de libertad de pensamiento y de respeto por lo que los otros pudieran pensar.
El porvenir actúa en golpes de teatro, decía el dramaturgo español Fernando Arrabal cuando puso en marcha su movimiento pánico. Y como la vida es así, un encuentro con el azar para recordar el principio de otras historias, cuando iba pensando en estas cosas que tiñen el cielo de sangre me encontré en la revista Icon que edita El País de España una reflexión que tiene veinte años.
Es de Michel Piccoli, el actor francés de cuyo nacimiento hace ahora un siglo y que cuando tenía ochenta le dijo a un periodista de El País (que era yo, precisamente) algo que ahora merece ser subrayado para aviso de lo que ya se supo que iba a resurgir: el regreso de la maldad.
Piccoli, que fue el gran actor de La Grande Bouffe de Buñuel, defendía ahí el derecho de los emigrantes a buscar refugio extranjero, nadie les puede negar el asilo, los países ricos han de asistir a los pobres; Europa, además, decía el actor, tiene que existir, “no para tener un conflicto con Estados Unidos, sino para mantener un equilibro mundial… Ahora estamos muy orgullosos del conflicto entre Boeing y Airbus, pero eso no es nada frente a la gran guerra sin armas que tiene al petróleo por medio… No sé” (me siguió diciendo en la Estación de Atocha de Madrid, comiéndose un bocadillo descomunal) “si Europa va a ser capaz de mantener un punto de equilibrio interesante para los nuevos conquistadores del mundo, China, India, Estados Unidos… Voy a ir más allá, aunque pueda parecer ingenuo, hablo de la guerra entre islamistas y no islamistas”.
Europa, la ahora malquerida de Trump, la despreciada de Putin. Dijo también aquel actor que ahora cumpliría cien años en un mundo que estaría, ay, dándole la razón: la guerra cultural Estados Unidos-Europa es “una guerra grande… Hay muchas Américas, está la América de un terrible fundamentalismo religioso y hay otra mitad que odia a esa América y le tiene miedo”.
El miedo a esa América fue instruido otra vez en la amarga visita que Ucrania le hizo a Trump para que éste bajara el dedo de Dios que parece exhibir y dejara sin palabras, expulsado, al presidente de un país pequeño del que él quiere las tierras raras. Ahora el mundo gira en torno a un tirano que ríe para hacer más estruendosa la risa de Putin, edel que espera ganar la batalla en Ucrania.