Cada vez que hablo de vínculos, repito: los tiempos cambiaron, la esencia es la misma, aunque quizás el contexto no.
Estaba terminando uno de mis libros sentado en una confitería frente al lago Lacar, en el sur del país, abstraído en el monitor de la computadora y mirando de reojo al majestuoso paisaje.
A mi derecha, una mesa con varias familias, niños muy pequeños y cada uno de ellos (y cada adulto) con un dispositivo electrónico en sus manos.
El lago pasaba totalmente inadvertido levantaba sus aguas como diciendo “no se olviden de mí”. Radiografía de esta época en la que la tecnología atraviesa cada uno de nuestros momentos.
Tenía alrededor de 15 años cuando fuimos con mi padre a una casa electrodomésticos a comprar nuestro primer televisor a color.
Recuerdo mirarlo en la vidriera con total éxtasis, era ciencia ficción no podía creerlo. Y confieso que lo recuerdo y me provoca cierta emoción, revivo mi sorpresa y mi cara de asombro.
Eran tiempos en los que el asombro formaba parte del cotidiano. A veces me pregunto si no hemos perdido algo de eso.
En aquella época había cuatro canales, una franja horaria de transmisión de 10 de la mañana a 12 de la noche, dibujitos animados pocas horas al día y una señal de ajuste fuera del horario de transmisión.
El primer procesador que tuve fue una Commodore 64 en la que jugaba al Pac-Man poniendo cassettes en una grabadora.
También recuerdo al Atari que tenía en su casa mi amigo Leo, en el que jugábamos al vóley con dos palitos que golpeaban una “pelota”, que no era otra cosa que una barrita que iba y venía por la pantalla.
No digo que todo tiempo pasado fue mejor, pero hay cosas que cambiaron y mucho.
Como dice Clara Ulrich en su show, somos una generación que llamaba a la radio para pedir la canción que queríamos y nos quedábamos al lado del aparato toda la tarde esperando que la pasen. Muchas veces la canción no sonaba y al día siguiente repetíamos la operación, a ver si teníamos más suerte.
Éramos una generación que todavía podía esperar. Había teléfono de línea, cospeles y tarjetas telefónicas en las que poníamos un código para hablar. Se cortaba cuando se cortaba y había que apurar el saludo con el beep de fondo que anunciaba el final del crédito.
Comunicarnos era mucho más difícil y eso hacía que valoráramos mucho más las cosas.
Ni mejor ni peor, distinto…
Bienvenida la tecnología que nos acerca a la gente que está tan lejos, pero qué difícil cuando nos aleja de los que están cerca.
En estos tiempos vemos cómo hemos ido perdiendo la capacidad de interactuar a través de la palabra hablada.
En una charla que di en un colegio hace muy poco, un muchachito me contaba su preocupación porque iba a tener un primer encuentro con una chica con la que había estado chateando.
Le interesaba mucho y me preguntaba cómo se habla mirando a los ojos y esta pregunta es la que hoy creo que tenemos que sostener quienes trabajamos en salud y somos somos militantes de los vínculos.
¿Cómo hablar mirando a los ojos en tiempos de monitores encendidos? El gran desafío que tenemos es apagarlos para que se enciendan las miradas.
Propongo algunos ejercicios para ganarle esta batalla al contexto que nos atraviesa.
No demonizo de ninguna manera la tecnología, bienvenidos sean todos los avances que nos permiten hacer mucho más pequeño este planeta, pero recordemos que no hay ninguna aplicación en el mundo que reemplace ni remotamente lo que un abrazo genera en nuestro cuerpo y en nuestra mente. El abrazo nos resetea como no se resetea ninguna máquina en el mundo.
Y recuperemos la capacidad de asombro. Cuenta Eduardo Galeano en uno de sus libros que Santiago Kovadloff llevó a su hijo pequeño a conocer el mar. El niño le toma de la mano, emocionado y le pide: “Ayudame a mirar”. No perdamos esto. Que la tecnología no se robe el tesoro de la imaginación,que no nos quite jamás los ojos de niños.
Los tiempos cambiaron, pero la esencia es la misma.