Entre las diversas ocurrencias geográficas que ha tenido el presidente Donald Trump al comienzo de su mandato, hay una que llama mucho la atención, porque desafía el sentido común de casi todos nosotros: cambiar el nombre del Golfo de México por el de “Golfo de América”.

Sin entrar todavía en el tema de quién y cómo se cambian los nombres geográficos, puede parecernos simpático ponerle a un accidente geográfico el nombre no de un país cercano, sino del continente en cual se lo incluye.

Error: para Trump (y para la mayor parte de sus conciudadanos), la palabra América no se refiere al continente que va desde Alaska hasta Tierra del Fuego, como aprendimos a memorizar en la escuela, sino exclusivamente a una nación, que se llama Estados Unidos de América.

Lo que aparentemente lo lleva a borrar del mapa al resto de nosotros, también americanos, para apropiarse del patronímico en forma exclusiva. Y ello se relaciona directamente con el dislate nacionalista que se le ocurrió a Trump, pues es algo así como decir, en onda berrinche, “El Golfo es mío, mío, mío”.

Sobre esta cuestión habría que hacerse una pregunta básica, que vaya más allá de señalar la notable ignorancia de Trump: ¿quiénes definen y cómo los nombres geográficos? Si bien estos se han ido formado y cambiando a lo largo de una historia no exenta de controversias, algunas muy violentas y hasta sangrientas, en el fondo se originan en una obviedad: los mares, las montañas y los ríos no “tienen” nombre propio, sino que los conocemos por el que nosotros les asignamos. Y ese “nosotros” va cambiando con el tiempo.

Por ejemplo, lo que los argentinos llamamos el rio Bermejo, los guaraníes lo conocían como Ypitá. A lo largo del tiempo, y de acuerdo con cómo se orquestaba el sistema de poderes políticos en su dimensión territorial, los nombres geográficos ffueron cambiando.

Así, si hiciéramos hoy un mapa de nuestro país en el siglo XVI y le pusiéramos a cada lugar el nombre que le asignaban entonces los habitantes locales, no entenderíamos nada!!. Ya en épocas más modernas y globalizadas, algunos nombres se fueron “naturalizando” y generalizando, por ejemplo el de los océanos, los continentes y en general de los accidentes geográficos de mayor tamaño que o bien son muy extensos o son compartidos por varios países.

Qué pasa cuando un accidente geográfico está ubicado dentro de un Estado? En ese caso son las autoridades del mismo quienes deciden los nombres de los lugares, e incluso se conforman con ellos largas listas formales para darles carácter oficial y más o menos permanente.

Pero cuando se trata de los mares abiertos, éstos no le pertenecen a nadie o a lo sumo lo son solo en una franja angosta que bordea cada país (las llamadas “aguas territoriales”), sus nombres son parte de una tradición sin dueño. Por ejemplo, el golfo de México tiene un nombre que se origina en una parcialidad del Imperio Azteca, los mexicas, tal como se los conocía en el siglo XV. Para los españoles que llegaron a esos pagos, era ”el mar de los mexicas”.

Si lo miramos en un mapa, ya sea en la algo envejecida pero simpática versión en papel o accediendo a Internet con el celular o la computadora, veremos que el golfo de México tiene una forma clásica, más menos redondeada y con una conexión muy angosta con el Océano Atlántico.

Comienza por el sur en la costa mexicana partir de la Península de Yucatán, a la cual continúa, por una extensión similar, la de los EEUU (¡en la abreviatura les birlamos lo de América!) hasta el extremo de la península de Florida.

Allí hay una pequeña extensión de mar abierto que conecta al Golfo con el Océano Atlántico, luego se extiende un breve trecho de costa de Cuba y finalmente otro pasaje de agua hasta Yucatán. Esta enorme extensión de más de 1,5 millones de km2, tal como se puede ver en la descripción no le pertenece a los EEUU, ni a México ni a Cuba porque no es un lago interior, es mar abierto, sin dueño y de libre navegación.

Si obnubilados por la geografía del disparate quisiéramos distribuirlo, lo que tal vez deberíamos hacer es unir con una línea los puntos externos de la costa de cada país (aproximadamente coincidiría con el paralelo 25) y dividir así el Golfo en tres, y a cada parte cada país le podría dar el nombre que quisiera. Trump se daría el gusto de tener un golfo nacional hasta que a algún obsecuente se le ocurriera cambiarlo y proponer el nombre del desquiciado presidente para el mismo lugar.

Mientras todos nosotros llamamos así al Golfo de México desde hace por lo menos 400 años, resulta que ahora nos piden (¿exigen?) cambiar ese nombre para responder obedientemente al capricho del megalómano y algo senil presidente del país más poderoso del mundo, tal como han hecho, en el colmo de la servilidad, algunos sitios de Internet.

Mantengamos y defendamos el viejo y querido nombre, y la Geografía , el degradado sentido común y el respeto por el derecho de los demás nos lo agradecerán.



Fuente Clarin.com

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