Solemos ir en bici hasta San Isidro, y siempre que llego a esa dulce zona del norte de Buenos Aires susurro “acá nació Manuel Mujica Lainez”, y las umbrías calles, rodeadas de árboles, se me tornan entrañables porque pienso que con un poco de imaginación y un poco de eso que Nietzsche llama el eterno retorno, tal vez me encuentre con el escritor que sale de esa librería emblemática “No tan Puán” vistiendo ambo a cuadros con el primer botón de la camisa de seda desabrochado y llevando un paquete de libros en las manos, cuyos títulos no alcanzaría a ver pero que serían unos cuantos. Manucho se gastaría un dineral en nuevos títulos, varios de editoriales independientes creo, porque hay que decirlo, Manucho sería todo un caballero que buscaría modernizarse, me le acercaría y le diría “¿Cómo está, maestro? Leí Bomarzo y me encantó”.

No logro imaginar la respuesta, hasta ahí llega mi eterno retorno porque el bocinazo de un auto que apura a los ciclistas me hace volver a este tiempo que ya no es el de él, ni el de Borges ni el de las Ocampo.

Tuvo suerte Manucho, fue reconocido en su tiempo, vivió como un gran escritor, Bomarzo fue incluida en la lista de las 100 mejores novelas en español del siglo XX del diario “El Mundo”, y el escritor colombiano Fernando Vallejo afirmó que “Manuel Mujica Láinez es el mejor escritor de los últimos mil años”, cuestión esta última un poco hiperbólica, pero el que ha leído Bomarzo piensa que el entusiasmo de Vallejo tiene su pizca de sentido.

Es bueno conocer a los autores por su obra y no por su discreta persona. Me pasa con Manucho, sé que tenía fama de disoluto y de dandy, deduzco que era una especie de Oscar Wilde sudamericano, pero, novelista al fin, era menos dado a las frases ingeniosas que cimentan la reputación de más de uno. Escribió un montón de novelas, casi demasiadas, y en sus fotos aparece siempre con un aire distinguido que atestigua sus orígenes aristocráticos, y sonriente como si no le temiera a la posteridad, temor que sacudía los pies de varios contemporáneos de Borges, entre ellos Sábato, que siempre parece dispuesto a soltar una frase genial y desopilante que nos mantenga asombrados por varios siglos.

Los grandes escritores eran los influencers de su tiempo, iban mucho a los programas de radio y de tele. Manucho prefería los frívolos ¿o lo invitaban preferentemente a esos? No lo sabemos. Lo cierto es que Bomarzo merece una reedición, es hermosa la prosa y la historia no desmerece a Memorias de Adriano, la novela de la Yourcenar, ni tampoco a Yo,Claudio, de Robert Graves. Aprendés mucho más de historia leyendo estos libros que en manuales o en documentales.

Manucho pasó sus últimos años mirando los amaneceres de las sierras de Córdoba y trabajaba en una última novela cuando la muerte lo sorprendió, bella forma de irse para un escritor.



Fuente Clarin.com

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