Escribo en las vísperas de mi cumpleaños. Nunca me sorprende la edad a la que ingreso, porque por lo menos desde cuatro meses atrás me la vengo adjudicando. Mi relación con la edad no está determinada por el temor a la pérdida de la juventud, las arrugas o el colágeno. De verdad creo que los años son una cuestión interna, un estado mental. Que es el querer seguir haciendo cosas, creciendo en tu profesión, cambiando de profesión, experimentando en la vida y en nuevos saberes, el elixir de la juventud.
Hace poco encontré la palabra que no quiero que me embargue y no se la deseo a nadie: midorexia, el miedo extremo a envejecer. A mí me gustaría verme como Ángela Molina y no como Pamela Anderson. Escucho a algunas conocidas que siguen viéndose o aspiran a verse como bombas sexuales, o a enamorarse perdidamente tal cual lo hicieron en la primera juventud, habiendo como olvidado que ya se casaron dos veces, que tienen hijos treintañeros, que van para abuelas o son abuelas, que atravesaron el amor y que el amor las atravesó más de una vez. Hay una obsesión por reeditar las experiencias de la juventud, sin recordar que ahora somos una versión corregida y ampliada de aquella primera edición.
Yo quiero envejecer contenta, lo más saludable y lúcida posible.
Mi relación con la edad está determinada por la literatura.
Me decidí a que la literatura iba a ser mi vida, luego de cuatro años cursados en la carrera de Psicología en la Universidad de Rosario. Tuve una crisis vocacional y dejé la carrera. Mis padres me quisieron matar -hoy pienso que con razón-. Empecé a escribir cuentos, sola, porque me daba vergüenza ir a un taller literario. Andando los años me animé y cursé varios años en el taller de Hebe Uhart y estudié con Mauricio Kartún. Comencé con el periodismo cultural, en varios medios gráficos. Y consideré que enviar materiales a concursos literarios podía ser una buena idea para visibilizar mi trabajo y además ganar un premio que pudiera sustentarme por un tiempo. En aquella época, a fines de los ’90, era muy difícil editar siendo joven. Esa opción estaba reservada a los genios estilo Arthur Rimbaud. Antes de los 25 años casi nadie te tomaba en serio y mucho menos las editoriales; y yo tenía 25 años. No les interesaban nuevas voces, las fórmulas comerciales de la literatura juvenil no existían o se consideraban despreciables. Es más: ¡recién se estaba inventando en la Argentina la literatura juvenil!
En mi época -según Mauro Libertella cuando uno dice “en mi época” se refiere a sus 20 y sus 30 años- a alguien que escribía se lo empezaba a llamar escritor después de los 40 años. Antes de los 40, eras un chiste. De allí que siempre me pareció que cada año que cumplía me hacía más experta, más sabia, mejor parada a la hora de escribir. Y lo sigo creyendo, igual que ustedes saben en sus corazones que la sabiduría habida en sus oficios, tiene el valor de mil liposucciones.