Para buena parte de la sociedad, el aniversario número treinta de la sanción de la reforma constitucional de 1994 pasó desapercibido el año pasado. Golpeada por la recesión y con una confianza menguante en la democracia, la población parece recordar poco de aquel hecho y de sus consecuencias. 90 días para cambiar la Argentina. La última reforma constitucional (Futurock), del politólogo Tomás Aguerre, es un compacto libro que permite repasar el contexto político que posibilitó modificar la Carta Magna, escudriñar el Pacto de Olivos, reflotar los debates en la Convención Constituyente y analizar aspectos positivos y negativos que dejó todo ese proceso, concretado en las ciudades de Santa Fe y Paraná en el apogeo del menemismo.

La hipótesis del autor es clara: si bien la posibilidad de habilitar la reelección presidencial en la nueva Constitución no agota todo el debate ni el andamiaje que se desarrolló en la Convención, sí “explica gran parte de las condiciones” que hicieron posible a la nueva norma. Vale decir: sin la voluntad del PJ de empujar, en primer lugar y como condición innegociable, que el por entonces presidente Carlos Menem pudiera presentarse a un nuevo periodo, no hubiese sido posible ningún tipo de modificación. En ese sentido, el autor no busca posar de esnob intelectual y relativizar el peso de esa causa como combustible fundamental de la reforma.

El libro analiza el contexto del año 1993, con los números macro de la economía que le sonreían al gobierno y con el triunfo peronista en las legislativas de ese año. A caballo de esos dos hechos, el oficialismo comenzó a buscar la idea de una reforma constitucional que permitiera la reelección presidencial e incluía la posibilidad de convocar a un plebiscito para, de salir ganador, presionar al radicalismo a que aceptara la necesidad de modificar la Carta Magna. El autor recuerda que la UCR se había opuesto explícitamente a la intención de reforma.

No obstante, Raúl Alfonsín, previa negociación con intermediarios, acordó en secreto con Menem aceptar la reelección presidencial. A cambio, el veterano dirigente radical se llevaba como potenciales “conquistas” la creación de una suerte de “ministro coordinador”, la elección de un tercer senador por cada provincia, la elección directa del jefe de gobierno porteño, la reducción a cuatro años del mandato del jefe de Estado y la instauración del mecanismo del ballotage, entre otros elementos. Peronistas y radicales establecieron una suerte de cerrojo sobre esos puntos, agrupados como Núcleo de Coincidencias Básicas, que se tenían que aprobar o rechazar en bloque, no uno por uno. Era la manera en la que ambos partidos confiasen en que el otro cumpliría lo acordado. Además, consensuaron que los artículos que van del 1 al 35 de la Constitución de 1853 no se podían modificar. De esta manera, había un doble candado: toda la parte de Declaraciones, Derechos y Garantías no se podía tocar, y el Núcleo de Coincidencias Básicas debía votarse completo, por si o por no.

El radicalismo pagó un precio alto electoralmente en las elecciones a convencionales constituyentes de 1994, ya que el voto opositor alimentó al Frente Grande, que ganó en Capital Federal y en Neuquén y que desplazó a aquel partido como segunda fuerza en la provincia de Buenos Aires. Y en 1995, en las elecciones presidenciales, quedaría en tercer lugar.

El libro de Aguerre también explica las distintas negociaciones con la Convención Constituyente en marcha, inaugurada el 25 de mayo de 1994. Como saldo positivo se señala, principalmente, la incorporación a la Constitución Nacional de todos los tratados internacionales firmados por el país, que le dieron rango constitucional a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, a la Convención sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación a la Mujer y la Convención sobre los Derechos del Niño, entre otros. Con todo, la “atenuación del presidencialismo” que publicitó Alfonsín para hacer más digerible el Pacto de Olivos quedó diluida. E instrumentos incorporados, como la Iniciativa Legislativa y la Consulta Popular prácticamente no se usaron, encorsetados por reglamentaciones restrictivas.

“Reformar una Constitución es una oportunidad única y, como tal, exige tiempos de reflexión, miradas de largo plazo y la incorporación de perspectivas que en este proceso no parecieron estar presentes”, remarca Aguerre hacia el final del texto. Motorizada por el deseo del entonces oficialismo de habilitar la reelección presidencial y engrilletada, en parte, por acuerdos cupulares, la reforma parece haber dejado gusto a poco. De todas formas, dados los tiempos que corren, pensar en otra modificación constitucional con consenso de las dos principales fuerzas suena inverosímil. Quizá ese sea otro legado positivo de aquel proceso de 1994.



Fuente Clarin.com

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *