¿Es una idea mía o este verano se está estirando demasiado? A veces pienso que no hay clima que me venga bien: paso todo el año esperando el calor y cuando finalmente llega, entro en la psicosis colectiva de derretirme con cuarenta grados o congelarme con el aire acondicionado en 16°.

Cuando yo era chica los veranos no eran tan tórridos y sobre todo, la refrigeración no era una cuestión de vida o muerte. Hoy se ha convertido en una grieta que divide familias, enfrenta oficinas y separa pueblos. El Indio Solari lo vio claro cuando llamó a su banda “los fundamentalistas del aire acondicionado”.

Es que a los argentinos nos encanta convertir todo en un River-Boca: desde los sabores de helado hasta la estación favorita del año. Y la guerra entre team verano y team invierno ha escalado a niveles de violencia que llegan a afectar la salud.

A mí, personalmente, el frío me hace mal. Y el aire seco, helado y antinatural que nos invade desde los splits, directamente me enferma. De chica sufría anginas recurrentes y en la adolescencia empecé a somatizar con las amígdalas. Cursaba un bachillerato muy exigente y cada vez que tenía que rendir una mesa de examen (en especial de matemática y física que me siguen resultando jeroglíficos egipcios), mis glándulas entraban en rebelión y se inflamaban como globos, impidiéndome tragar, descansar y por supuesto, estudiar. Padres y médicos probaron conmigo todo tipo de antibióticos, incluidas unas inyecciones de penicilina de reserva, espesas como sopa de pollo, que me dejaban los glúteos más hinchados que los ganglios, pero nada detenía la infección.

Finalmente, para mi último examen (una previa que no me dejaba arrancar el CBC) tomaron la decisión de ir por la cirugía mutilante -como se dice ahora- y me extirparon esas dos valientes estructuras linfáticas que funcionan como patovicas de la entrada del cuerpo. Siguieron días de dolor, helado de vainilla y finalmente pude calcular el tiempo que tarda un cohete en llegar a la luna llevando una tonelada de ladrillos (o alguna de esas locuras que pretendían mis docentes en física de quinto). Mis padres me felicitaron y enmarcaron mi título de bachiller, pero desde ese día, los microbios entran a mi organismo sin pagar peaje, y con la menor exposición al frío, entro en faringitis. Por eso prefiero el verano, por más intolerable y pegajoso que se ponga.

Pero resulta que en mi trabajo -un canal de televisión- el aire acondicionado tiene que estar fuerte para que no se recalienten las máquinas. Entonces salgo de casa en pleno febrero con campera y bufanda y mis vecinos piensan que enloquecí, que tengo el termómetro desviado o me voy de vacaciones a Europa (¿todos los días?).

Al volver, por la noche, aguanto con un ventilador y rezo para que marzo no sea enteramente sofocante, para que abril me de un respiro, y para que en el próximo enfrentamiento de hinchadas me pueda plantar en team primavera.



Fuente Clarin.com

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