Aristóteles, como todos los grandes pensadores, se burla del olvido. Su pensamiento es actual, contemporáneo. Y el rescate de su legado es lo que ensaya John Sellars, con prosa clara y amena, en su libro Lecciones de Aristóteles, editorial Taurus, con traducción de Abraham Gragera.

John Sellars
Editorial Taurus
Aristóteles (384 -322 a. C), educa al gran Alejandro Magno; estudia con Platón en la Academia; es su discípulo durante veinte años, y luego se convierte en maestro de sí mismo, y sus ideas impregnan “nuestra forma natural de pensar hasta hacerse imperceptibles”.
Aristóteles es el primero en estudiar las estructuras del pensamiento racional, la lógica formal, como el principio del medio excluido: cualquier proposición solo puede ser verdadera o falsa y no puede ser “otra cosa”. Y “esta división binaria es la idea fundamental sobre la que se asienta el mundo digital en el que vivimos cada vez más hoy día”, asegura Sellars.
Aristóteles piensa el movimiento como paso de la potencia o posibilidad, a su acto o realización. Examina las formas de gobierno y las constituciones de las ciudades antiguas. En su Poética defiende una narrativa anclada en la unidad de lugar, la acción en un mismo lugar físico; y de unidad de tiempo, la acción que transcurre en un periodo de un día, y de forma lineal, sin saltos al pasado o el futuro.
Cuando el brillo pagano se apaga bajo la cruz cristiana, en la Edad Media gobernada por la Iglesia católica romana, la influencia de Aristóteles se reaviva al difundirse la traducción de su Política, o de su Física que da sustento al modelo aristotélico ptolemaico, adaptado por la teología escolástica cristiana. El filósofo se convierte entonces en principio de autoridad, como consecuencia de la devoción que le profesa Santo Tomás de Aquino, el gran teólogo medieval. Pero Aristóteles está muy lejos de demandar obediencia a un entramado fijo de conocimiento. Su propia filosofía abraza proposiciones provisionales, abiertas, impugnables. No es un pensador dogmático, arquitecto de sistemas monolíticos. Es un investigador, es decir un buscador de la trama escondida del ser en su manifestación a través de las sustancias, la naturaleza, o de un Dios que mueve las cosas a la manera de un motor inmóvil, por no ser a su vez movido.
En sus estudios de los animales de la Isla de Lesbos da impulso a la biología y a distintas ciencias empíricas. Aristóteles bebe en las copas del hilemorfismo, de las palabras griegas para materia (hylé) y forma (morphē). Todo lo que existe es primero sustancia individual compuesta por lo material, y por la forma como principio ordenador y dador de identidad. En el caso de una cosa inerte como una cama, lo material es la madera, y la forma es el nivel conceptual que define su función. Pero en el caso de los seres vivos, lo que diferencia un cadáver del ser viviente es la forma como alma o psyché. Así, el pensador afirma que “puede que el alma sea la forma de cualquier criatura viviente”. Y el alma desaparece por el colapso del cuerpo.

La materia y la forma deben estar presentes en la descripción del mundo natural a modo de aitiai, “explicaciones”, “razones”, “causas”. A la materia y la forma como causas se le agregan la “causa eficiente”, lo que siempre provoca un efecto y, lo más interesante, la “causa final”, el fin, telos, propósito o meta que guía un proceder determinado. Un albañil, por caso, manipula ladrillos guiado por el fin de levantar un muro. Así, “la idea clave de Aristóteles es que, para entender lo que está ocurriendo en la realidad, necesitamos saber que alguien está intentando construir un muro, necesitamos conocer la finalidad del proceso, su objetivo”. Un mundo que solo se mueve por constelaciones azarosas y aleatorias de átomos, no explica el porqué.
El fin de los organismos es conservar su vida, sobrevivir, desarrollarse, reproducirse. ¿Pero cuál es la meta conductora del anhelo humano? Desarrollar su función específica que lo diferencia de los otros animales: la racionalidad. En el decir aristotélico: “la función del ser humano es la actividad del alma en conformidad con la razón”. No se trata solo de sobrevivir, o de apelar a nuestros sentidos, sino de ser por el cultivo de la razón que fomenta el deseo por el conocimiento, por la filosofía como saber cardinal también encendido por la excitación del asombro. Así, “todos los seres humanos desean, por naturaleza, conocer”, afirma el pensador en el comienzo de su Metafísica.

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Y en la Ética a Nicómaco, el filosofo enfrenta la cuestión de la vida buena, la que requiere la virtud, la prudencia del equilibrio que evita los extremos en la toma de decisiones. En su estado ideal, lo virtuoso máximo que da felicidad o eudaimonía palpita en la vida contemplativa, propia del filósofo o el científico, que vale por sí mima, y que no depende de nadie. Vivir solo en este estado es más propio de dioses que de humanos, pero si no se lo persigue, “no estaremos viviendo una vida plenamente humana”.
El derrotero de un pensador antiguo cuya herencia resplandece aún hoy, y también mañana.
Esteban Ierardo es filósofo y autor del libro La red de las redes, ed. Continente.