Se viene una lluvia de números o una película previsiblemente aburrida. Pero hay algo que le pone pimienta al caso: más que de números, se trata de datos duros, concretos, que tienden a explicar por qué la economía argentina no termina de arrancar y, en algún sentido, también hablan de un filme casi de miedo: del país sin inversión, donde manda a fondo el discurso liberal aunque a veces o unas cuantas veces aparezca en el medio algún actor auspiciado por el Estado.

Las muy recientes planillas del INDEC cuentan que todo pintó color rojo y rojo subido, durante el 2024: primer trimestre, la inversión cae 23,8%; un 29,3% en el segundo y 16,6% en el tercero. Pega un saltito del 1,9% en el cuarto trimestre y cierra el combo con un bajón anual del 17,4%.

Más de la misma especie, los datos oficiales cantan que de los últimos catorce años, desde 2010, diez anotaron bajas y solo cuatro mostraron alzas. Otro, colado: a partir de 2009, incluido, la inversión plantó cifras directamente negativas o directamente de color rojo, durante nueve años.

Cualquier analista verá allí lo que todo el mundo ve: un país que no termina de generar confianza entre inversores que andan a la búsqueda de oportunidades prometedoras, una economía que aún mantiene riesgos ocultos y, al fin, la pretensión de imponer márgenes de ganancias considerables para cubrirse de imprevistos.

Algo semejante ocurre con el RIGI, el régimen de incentivos para grandes inversiones que ofrece beneficios impositivos, aduaneros y cambiarios y 30 años de estabilidad fiscal para proyectos que superen US$ 200 millones. Los primeros aprontes hablan de una docena de iniciativas y, en el fondo, de la vieja receta de subsidios contra riesgos.

¿Y qué onda la alternativa de la inversión pública? Comentario de especialista: “Ninguna onda. Está recontraparada, gobernada por el ajuste fiscal, la desconfianza de ambos lados y las sospechas de corrupción en los contratos. Sólo se salvan algunas obras provinciales, financiadas con recursos nacionales y muy politizadas por el toma y daca”.

Para que se entienda mejor, números de la Oficina de Presupuesto del Congreso, un organismo técnico integrado por especialistas independiente, informan que en 2024 los gastos de capital, o sea, la plata que el Gobierno destinó sobre todo a inversiones en infraestructura bajaron un 73,9% real, descontada la inflación, respecto de 2023. Y las transferencias a provincias, el 75,6% también real.

Traducido: descontados los recortes quedaron alrededor de $ 2,25 billones que pueden sonar a poco o a nada según a qué se los destine.

Las magnitudes de los guadañazos remiten, a veces o demasiadas veces, a posiciones políticas e ideológicas, a la descalificación de la obra pública en toda la línea y al dominio sin discusión del ajuste permanente. Claro que ahí mismo anida un problema, con referencias muy frescas: es plata y también caminos, rutas, puentes, obras hidráulicas y viviendas. Infraestructura económica y social acá por lo menos insuficientes.

Un relevamiento de la Asociación Argentina de Presupuesto y Administración Financiera (ASAP) informa cómo eligieron los libertarios a la hora de decidir dónde gastar y dónde no gastar; se entiende, gastar la plata del Estado.

Por ejemplo, del presupuesto final de $ 287.132 millones asignado a la Secretaría de Obras Públicas quedaron sin usar $ 63.126 millones o el 22% de la partida. Luego, alguien consideró que en algún punto las obras públicas o el mantenimiento de las obras públicas eran una opción secundaria respecto del bendito superávit fiscal, y plin caja.

También quedaron en el aire $ 63.967 millones de una partida destinada al Ente de Obras Hídricas: ¿otra vez el ajuste por sobre todas las cosas? Último ejemplo de la misma tanda: los $ 168.300 millones de Vialidad Nacional.

Nadie es de entrada responsable de lo que no lo es, pero resulta inevitable asociar este manejo de los recursos del Estado con un deterioro de la infraestructura económica y social que salta a la vista. Y que cada tanto o a menudo se nos viene encima.

Datos, siempre datos de la realidad, ahora tocan los de un trabajo de Edna Armendáriz y Haydeeliz Carrasco publicado por el BID. Sin rodeos ni preconceptos, el informe avanza en las posibilidades y beneficios que abre la inversión pública y desde ahí apuesta al crecimiento con equidad y al engrosamiento de los recursos fiscales futuros.

El eje pasa por la experiencia regional de cinco países entre los que se cuentan Perú, Bolivia, Ecuador y Colombia. Y la primera conclusión revela que en el período que va del 2002-2006 al 2012-2016 la inversión pública subió allí del 2,8% al 3,9% del PBI. Lo que sigue dice que la prioridad del plan fue atender las necesidades de la infraestructura del transporte y la vivienda y los servicios comunitarios.

¿Y qué tenemos por casa? De inversión pública, poco y con tendencia a más de lo mismo.

Eso sí, números no faltan. De atrás para adelante tenemos que en 2019 y 2020 la participación del gasto de capital representó el 1,3% del PBI; 2,6% en el 2021; 1,6% en 2022 y 1,4% en 2023.

Clarito: estamos lejos del promedio de América latina y muy lejos de los países del sudeste asiático, donde la inversión anda por el 6% del PBI.



Fuente Clarin.com

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