En el principio, era el verbo. Y ese verbo era “navegar”. A finales de los años 90, cuando Internet hizo presencia en los hogares de mi juventud, experimentó la primera de sus metamorfosis imaginarias: de ser la “super-autopista de la información” -una imagen vinculada a lo que precisamente no tenía, esto es, velocidad- pasó a considerarse una especie de océano informativo en el que, justamente, nos adentrábamos los “cibernautas” con algún primitivo “navegador”, como el entonces hegemónico Internet Explorer o su rival alternativo, Nets-cape Navigator.
Ese cambio en el modo de nombrar lo que era, para muchos, un aspecto irrenunciable de la vida cotidiana abolió la idea de que Internet iba a ser un sitio ordenado, como lo sugieren los carriles de la supuesta autopista, y debía más bien entenderse como algo vasto, indeterminado, cuando no potencialmente infinito. Una descripción pertinente, además, para expresar la fascinación que suponía saltar, normalmente de noche, de una página web a otra, siguiendo una madeja invisible durante horas. Foros de usuarios, portales piratas de descarga y contenido para adultos, todo se encontraba disperso en internet, como islas desprovistas de algún mapa elaborado, sólo al alcance de los tenaces y los curiosos. La aventura, además, no estaba exenta de riesgos: circulaban relatos sobre hackers -piratas-, virus -maldiciones- y espectaculares naufragios que acababan con la PC para siempre.
A diferencia de lo que ocurre actualmente, Internet en ese entonces era un sitio apartado de lo real, cuyos límites eran claramente distinguibles. Uno podía pasarse la madrugada completa indagando en los portales y descargando información, o chateando con alguien del otro lado del mundo, pero el mundo real estaba allí al otro día, inmutable, esperando nuestro atolondrado regreso. Uno podía “estar” -o no- en Internet, lo cual implicaba conectarse de casa, la oficina o algún cibercafé, y además que el tiempo de conexión era continuo, pero limitado.
A comienzos del 2000, las cosas cambiaron. Llegó “la nube” y quedaron atrás las metáforas oceánicas para referirse a Internet: era el turno de lo abstracto, de lo etéreo. La web se convirtió en un lugar imaginario en la estratósfera, del cual se “suben” (up-load) o se “bajan” (down-load) los archivos, y unos años después, tras la llegada del smartphone, perdió inclusive la impronta misma de lugar, ya que estuvo en adelante siempre contenido en el bolsillo.
Hoy en día no se puede “estar” en Internet, pero tampoco estar afuera.
Podemos a lo sumo abrir o cerrar la sesión de nuestras redes sociales, desactivar sus notificaciones o incluso -los más aguerridos-, apagar el teléfono por un rato; Internet seguirá allí, en todas partes, en las ondas de radio del WiFi que hay en el aire. Solo que ahora carece de los misterios y la aventura que tenía navegar: se ha convertido en una rutina de zapping, un catálogo infinito que desplazar con el dedo. Ya no parecen existir los “cibernautas”. Únicamente consumidores de contenido.
El autor es escritor venezolano