Como la mayor parte de la humanidad todavía, nací en un mundo desprovisto de internet y fui testigo de su ingreso a nuestras vidas. Mis primeros contactos con lo que entonces se llamó la “superautopista de la información” tuvieron lugar en mi adolescencia temprana y en la oficina de una tía bibliotecóloga, adonde acudía para descargar fondos de pantalla, íconos y sonidos de Starwars, Terminator o 2001: Odisea al espacio, con que adornar mi sesión en la computadora de casa. Los buscadores eran primitivos y la conexión lenta, de modo que la experiencia era trabajosa, paciente. Tocaba aprenderse la dirección de las páginas web y llevarse el material descargado en disquetes de 3 ½: 1.44 fabulosos megabytes de información, con los que bastaba para sentirse a la vanguardia, frente a las máquinas ordinarias y aburridas de mis amigos del colegio.

Internet dejó de ser un asunto oficinesco cuando se presentó en mi casa a través del dial-up, que ocupaba la línea telefónica. Los celulares eran un lujo todavía, así que la conexión debía darse de noche o de madrugada, y los jóvenes “internautas” sacrificábamos gustosos el sueño para hacer vida en foros y chats, detrás de seudónimos. La red era para nosotros un espacio íntimo, de libertades clandestinas, y aunque las redes sociales no existían, muchos ya nos conocíamos, nos peleábamos y nos enamorábamos en línea.

Hubo quienes salían de su casa para conectarse y lo hacían en lugares hoy en día innecesarios, pero fundamentales para la época: cibercafés. Lugares turbios, incómodos, donde hileras de computadoras obsoletas recibían a cliente tras cliente durante la jornada completa, para ofrecerles conexión a cambio de un pago por horas. Cazadores de empleo, noviecitos a distancia, estudiantes buscando imprimir una tarea y jugadores empedernidos de Counter-Strike se alternaron frente a sus pantallas durante casi una década. Fue la era de los virus informáticos, del spam y de las sesiones que quedaban abiertas y algún usuario siguiente abusaba: los primeros e involuntarios “hackeos”.

Mi tránsito por internet puede medirse por la cantidad de cuentas de correo electrónico que recuerdo: @latinmail, @cantv, @yahoo y sobre todo @hotmail, indispensable para acceder al Microsoft Messenger. Fundador de la estirpe del WhatsApp y sus emoticones, contenía un listado de afectos reales y virtuales con los que chatear, enviarse música y sostener discusiones que bien podían conducir al bloqueo. Su reinado duró hasta la aparición de Gmail, con sus direcciones sofisticadas con un puntito en el medio y su increíble gigabyte de capacidad. El rey ha muerto, larga vida al rey.

Décadas después, aún conservo relaciones provenientes del “ciberespacio”. Algunas continúan siendo digitales, mientras que otras han podido materializarse. Y aunque hoy en día esto parezca una obviedad, en Internet aprendí lo mucho en común que uno puede tener con gente de otros lugares del planeta.

Gabriel Payares es escritor venezolano



Fuente Clarin.com

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