Aida, la ópera de Verdi que vuelve a inaugurar la temporada del Teatro Colón con nueve funciones que cubren marzo, se estrenó en El Cairo durante la Nochebuena de 1871 y, pocas semanas después (el 8 de febrero de 1872), en La Scala de Milan. Fue un éxito rotundo y, ese mismo año, la ópera llegó a los principales teatros de Parma, Nápoles, Nueva York. Y Buenos Aires.

El gobierno de Egipto de esa época impulsó a Verdi a su composición. El nuevo khedive (virrey) egipcio, Ismail Bajá, tenía educación francesa y retornó a su país con ideas culturales de las cortes europeas. Le pidió a Verdi una ópera “con un tema vinculado a Egipto” para celebrar la inauguración del Canal de Suez, obra fundamental que –al comunicar el Mediterráneo y el Mar Rojo- podía transformar la economía de la región. Verdi, al principio, no quiso saber nada.

Pero los egipcios, a través de un libretista colaborador de Verdi, Camille Du Locle, insistieron. Su último recurso: Du Locle le sugirió que, sin no aceptaba la misión, los egipcios le encomendarían la ópera a Gounod o Wagner, las otras luminarias de la época. Verdi finalmente aceptó y su contrato era una fortuna, 150 mil francos a pagar a través del Banco Rotschild.

Verdi, con el libretista Antonio Ghislanzoni, trabajaron durante cuatro meses, sobre historias enviadas por Du Locle y con una fuerte influencia de Auguste Mariette. Este era un egiptólogo del Louvre que se dedicaba a excavaciones en Egipto, era influyente asesor del virrey y aportó a la escenografía original de Aida.  El estreno se postergó, aguardando que la paz se restableciera en París y pudieran retomar las comunicaciones.

Verdi superstar

Verdi insistió en que Teresina Stolz, la soprano checa que se había lucido en La Forza del Destino, fuera Aida en aquel debut de La Scala. Y así ocurrió.

La relación entre Verdi y Stolz, veinte años menor, quedó para la chismografía y no pasó del mito. Hace poco, salieron a la luz –en subasta- más de un centenar de cartas enviadas por Verdi a la soprano, pero no revelan nada más allá de una amistad. Al parecer, Strepponi, la mujer de Verdi, atendió esos rumores, cuando también se acumulaban las cartas de la cantante: “Dieciséis cartas. Y en tan poco tiempo. Qué actividad”, comentó.

Aida fue un éxito y llevó la popularidad de Verdi a otra dimensión. En su biografía, George Martin escribió: “Después de Aida, Verdi era tan famoso y había alcanzado tanto éxito que su intimidad, a la que consideraba su derecho natural, ya no existió”. Entonces Verdi anunció: “Me haré agricultor, voy a criar remolacha, también caballos y visitaré regularmente el mercado de Cremona”. 

No perdía su sentido del humor ni la ironía. Cuando un italiano de Reggio Emilia le escribió adjuntando una factura por el costo del viaje a Parma para ver Aida que lo había aburrido, Verdi pagó la cuenta. Pero exigió a cambio una declaración escrita del hombre, en la cual éste proponía que jamás iría a escuchar otra ópera de Verdi

En Buenos Aires, siempre presente

Buenos Aires fue una de las primeras ciudades en las que se representó Aida, poco después de su estreno. Y desde entonces,  figuró continuamente en las programaciones de la música de la ciudad. Fue la ópera elegida para la inauguración del Teatro Colón el 25 de mayo de 1908 con una producción de la Compañía Lírica Italiana, la dirección de Luigi Mancinelli y la escenografía de César  Ferro.

Según el artículo que en aquel momento publicó La Nación “la enorme expectativa pública que originó el anuncio de esta inauguración, la importancia extraordinaria del teatro y la seguridad de que repercutirán los ecos de esta primera hasta en Europa, infundió en los cantantes, debutantes o no, un pavor que produjo los más desgraciados efectos. Se contaba con el tenor Antonio Paoli, y ni este ni Giuseppe Borgatti se atrevieron a cargar con esta responsabilidad”.

Entonces, el tenor Amadeo Bassi asumió el rol dramático de Radamés, junto al bajo Vittorio Arimondi (Ramfis), la soprano Lucia Crestani (Aida), la mezzo Maria Verger (Amneris) y el bajo Berardo Berardi (el rey). En el libro por el Centenario del Teatro, que editó  Clarín, Margarita Pollini recordó que la soprano Crestani “no estaba en su mejor noche, posiblemente los nervios lógicos de la premiére hayan deslucido su canto, de una belleza bien conocida y aplaudida por el público porteño el año anterior”.

El presidente José Figueroa Alcorta llegó entre fuertes medidas de seguridad –había sufrido un atentado anarquista pocas semanas antes- se ubicó en el palco con todos los ministros, mientras las filas de Granaderos cubrían el foyer de un teatro con sectores aún sin terminar.

Durante el primer intervalo -escribió Pollini- la curiosidad movió a muchos participantes de la función de gala a dejar sus asientos y caminar por los pasillos y el foyer. En la sala damas y caballeros se ponían de pie junto a sus butacas dejando ver sus vestidos y trajes elegantes (…) toda la aristocracia porteña estaba representada esa noche: apellidos como Ortiz Basualdo, Anchorena, Del Carril, Lynch, Pueyrredón, Unzué, Luro y Ezcurra”.

Los aplausos finales llegaron a la 1.30 de la madrugada.

El valor

En su libro La Opera-400 años de magia, Pola Suárez Urtubey definió el inmenso valor artístico de Aida:

“Un Verdi nuevo se proyecta a partir de 1870. Ya o es el de las grandes utopías. Ahora es el hombre que mira de frente a la realidad de un mundo que pocos años después enloquece en una contienda bélica. Pero su aliento creador todavía se agiganta. En Aida, como luego en Otello y Falstaff, el músico y dramaturgo genial superar sus propias cumbres. Fiel a principios nunca desmentidos, crea una ópera ‘egipcia’ sin convencionalismos pero sin la pretensión de hacer arqueología musical. Con nuevos elementos sonoros, alguna melopea de sabor oriental, giros basados en escalas modales o ciertos hallazgos tímbricos en los que se entrecruzan flautas, arpas, trompetas con leves bordaduras percusivas, ya está creando el ambiente sonoro de esta obra de impresionante perfección. Y por encima de la tragedia de Aida, Amneris, Radamés y Amonastro, está la coralidad, la formidable presencia de los coros (guerreros, religiosos, plegarias de cautivos, que encarnan masivamente distintas instancias superiores a los protagonistas. Nada es superfluo en esta Aida genial. No hay frase alguna ni sonido,ni aún silencio, que no responsa a una exigencia superior de unidad teatral y expresiva totalizadora. Con esa convicción hay que aproximarse a ella. Y gozarla”.



Fuente Clarin.com

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