La más barroca de las escritoras argentinas se revuelca en la lengua para crear novelas que desafían las convenciones entumecidas de los géneros, pero también para cuestionar las perspectivas que intentan encorsetar las diversidades de los mundos que habitamos. Seis años después de Las aventuras de la China Iron, reescritura del Martín Fierro en clave feminista, poscolonial y LGTB, con la que llegó a ser finalista del premio inglés Booker Prize, un reconocimiento que la puso en el radar internacional, Gabriela Cabezón Cámara publica Las niñas del naranjel (Penguin Random House), una trama volcánica y de una belleza perturbadora que sobrevuela la violencia en tiempos de la Conquista de América. Antonio –que nació como Catalina de Erauso, la legendaria Monja Alférez que huyó del convento en el que permanecía recluida para enrolarse en una misión a América vestida con traje de soldado– huye en la selva con dos niñas guaraníes, Michi y Mitãkuña, indómitas en su curiosidad y el afán por preguntarlo todo. En esa fuga los acompañan dos monos que las niñas bautizan con el nombre de Tekara y Kauru, caca y pis en guaraní; una perrita llamada “Roja”, la yegua Orquídea y su potrillo Leche.
Las niñas del naranjel alterna una voz en primera persona, la de Antonio, que le escribe una carta a su tía, priora del convento del que escapó siendo novicia, en la que le cuenta las peripecias de su travesía en una lengua que remeda lo que podría haber sido la lengua del Siglo de Oro Español; con una tercera persona que registra la convivencia de Antonio con las niñas y los animales mientras huyen. La autora de La virgen cabeza (2009), Le viste la cara a Dios (2011) y Romance de la Negra Rubia (2014) cuenta que el Ayvu Rapyta de los Mbyá-Guaraní es “un hermoso relato de origen” y que intentó reescribirlo en su última novela “con respeto, amor, admiración y el deseo de que su cosmovisión vitalista nos contagie”.
-Una parte de la novela está estructurada a partir de la carta que escribe Antonio a su tía. ¿Por qué te gustó trabajar con el género carta?
-En principio, la carta supone una primera persona y una segunda: le está hablando a la tía y te está hablando a vos, a mí, a cualquiera. Me gusta ponerme en la posición de la receptora, receptor y receptore de esa confesión. Por otra parte, es una forma reflexiva de la segunda persona que me interesa. Este es un libro que, si bien tiene mucha peripecia y mucha huida, también tiene una exploración en torno al detenerse. El género epistolar es una forma de detenerse una misma dirigiéndose a otre. Por otro lado, es la voz del personaje, que es un personaje bastante espantoso, no es una persona que yo tendría de amigo. O al menos no hasta su transformación final. Es un personaje que huye y mata y pareciera no tener pliegues ni interioridad. Me gustó asomarme a la conciencia de una persona que me parece horrible. Es una especie de picaresca del horror, una de Olmedo y Porcel en términos genocidas. Una amiga, la antropóloga Laura Pensa, que es una académica de la Universidad de Pennsylvania, me decía que Antonio es lo contrario a (Don Diego de) Zama (el personaje de la novela homónima de Antonio Di Benedetto), porque Zama es el “buen ciudadano colonial”. Pero Antonio no intenta nada, no espera nada, no respeta ninguna ley, tiene un sentido del honor completamente exacerbado, un poco a la manera del Quijote también. En la novela (Las niñas del naranjel) el sentido del honor está llevado a una dimensión del horror total; es como el lumpenaje genocida colonial.
-¿Cómo pensás que dialoga “Las niñas del naranjel”, una novela de la fuga, con “Zama” de Antonio Di Benedetto, que es la novela de la detención?
-Acá yo diría que si bien es la novela de la fuga en lo epistolar, en el narrador en tercera persona, en los diálogos con las nenas, es la novela de la detención. Es la primera vez que el tipo para y por circunstancias singulares que acontecen ahí en la selva (Antonio) no tiene nada de qué defenderse y nadie a quien atacar. No tiene nada que ocultar y nada que demostrar. Está quieto, con dos nenitas que le preguntan todo y que lo afectan; dos personas muy pequeñitas que son parte de otra cultura… iba a decir que estas dos culturas estaban en guerra, pero en realidad siguen en guerra porque la conquista nunca se acabó. Él está vivo entre lo vivo que es la selva, ¿no? Es como sentir que soy una cosita viva en este tejido de vida. Hay algo que lo obliga a detenerse y a preguntarse. Entonces es una novela de la fuga, pero también es una novela de la detención. Pero es una detención muy diferente que la de Zama porque no está esperando nada… Salir vivo, como mucho; sobrevivir, que es lo que ha hecho siempre.
-¿En qué sentido no terminó la conquista?
-Nuestros estados latinoamericanos son estados colonizados y coloniales, con una economía construida desde la colonia sobre la extracción de materias primas, el arrasamiento y el considerar a los pueblos originarios moscas. El verano pasado estuve en Salinas Grandes; ellos (33 comunidades Coya) están resistiendo, no quieren perder su territorio, su agua, su forma de vivir. Y tienen el mismo derecho que vos y yo a vivir con la forma de vida que se les canta. Bueno, ¿sabés qué? No tienen el mismo derecho que vos y yo; son sacrificables, su cultura no es respetable, no le importa nada a nadie. Digo Salinas Grandes, pero te podría decir otros lugares de Jujuy o de Salta. Somos estados colonizados; el trabajo de la extinción del otro es constante. Si el indio levanta la voz, es terrorista. Si se deja matar, es un buen muchacho pero necesita que hagamos caridad. La extracción de materias primas y el “doradismo” sirve nada más que para seguir siendo colonia. El agua vale más que el litio o que el oro porque es un bien escaso. Se está secando la cuenca de la Amazonía y todo nuestro sistema de energías y de la pampa húmeda depende de esa cuenca. Esa ilusión de que la burguesía argentina va a acumular y entonces se producirá una transformación al industrialismo es mentira; son oligarcas, no son burgueses: agarran y fugan.
-En cuanto a la prosa de la novela es evidente que te gusta trabajar con una escritura que está más cerca de lo barroco que de la supuesta transparencia del lenguaje. En “Las niñas del naranjel” hay como una traducción de una lengua que intenta parecer a la lengua del siglo XVII. ¿Cómo trabajaste esa traducción?
-Esa lengua de la novela es como una parodia; es un castellano contemporáneo un poco enrevesado con algunos pronombres posesivos y reflexivos detrás de los verbos en la parte de la carta. Las partes del narrador en tercera y los diálogos tienen una lengua propia que juega con el guaraní; son 18 palabras del guaraní, todas chequeadas con una traductora del guaraní, Iliana Franco. Me gusta esa fricción entre distintas perspectivas también en lo lingüístico. Yo soy una especie de enamorada de la lengua y me encanta sentirle el espesor. Por otra parte, nunca procesé esa creencia literaria que parece inspirada en las recetas económicas del Fondo Monetario Internacional de que austeridad es virtud. ¿Desde cuándo austeridad es virtud? Pensar que las cosas son de un modo, que lo que sería virtud es una sola cosa, es un poco estrecho de miras, ¿no? Antes que Argentina me siento Latinoamericana y el arte latinoamericano es barroco. No tengo nada contra los que practican el minimalismo, pero no es el único modo de hacer las cosas; no hay una fórmula. Yo no sé si algún día voy a escribir una novela en tercera jugando con esa idea de la transparencia en la música. Pero mi pasión principal es dar cuenta del espesor, de la opacidad, de la musicalidad, de todo eso que la lengua tiene, de esa idea del poliperpectivismo que carga, de todo lo que tiene de muerte, de cárcel, y de dadora de vida. En la lengua hay un sistema de relaciones de poder y también es una cosa viva en constante cambio; todo el tiempo se intenta contenerla y encorsetarla en una cosa que denominaría como una especie de monosemia; pero no se puede, no lo logran, aunque ahora con la inteligencia artificial está todo muy difícil.
-La selva, las niñas, los animales que acompañan a Antonio en la huida, le cambian la mirada. ¿“Las niñas del naranjel” es una novela sobre cómo cambia la mirada a partir del vínculo con otres?
–Sí, sobre cómo cambia la mirada con el contacto con otres, incluso las piedras. Siempre recomiendo leer Un texto camino, de Caístulo, un poeta wichí de 83 años que vive en lo que queda del monte, en una comunidad en Tartagal, donde hay petróleo, soja, limón, pero la gente es pobre como ratas. Caístulo –que es ágrafo, no analfabeto– tiene una gran cultura oral. En pandemia, un día se cayó en el montecito y cuando despertó del coma empezó a contar los mensajes de los árboles. Él está para discutir mano a mano con (Bruno) Latour, con David Abram, con todos los filósofos del giro animal y sus miles de dólares, euros, becas y privilegios, que no están diciendo nada que no diga Caístulo. Me interesa explorar otras visiones del mundo, esos otros mundos en el mundo. Un filósofo alemán, Jacob von Uexküll (1864-1944), piensa en estos mundos a partir de los aparatos perceptuales de los distintos animales. Él dice que todo animal tiene intención, tiene una inteligencia, resuelve problemas y el mundo lo ve también según su aparato perceptual. Por ejemplo, una garrapata, que tiene como aparato perceptual un sentido olfativo que le permite oler una hormona que segregamos los mamíferos y otro sistema de percepción de temperatura, ve un mundo distinto al que vemos nosotras. Pero nos han hecho creer que el mundo es de un solo modo, la sinécdoque del poder, ¿no?; el invento de un universal de unos diez hijos de puta que dominan el mundo y te hacen creer que esos son tus intereses y tu visión de mundo. Yo también soy una persona colonizada, aunque luche contra eso, como si te dijera que estoy afuera del patriarcado, ¡las pelotas!, ojalá estuviera afuera. Una puede luchar contra el patriarcado, pero está tejida en eso y no hay una sola visión de mundo, no existe el universal; hay múltiples visiones e intereses. Algo que contemplara esa multiplicidad tal vez evitaría la cada día más segura extinción de todas las vidas complejas en el planeta. Tratar de explorar eso, tratar de imaginarlo, me hace sentir viva. Me parece que vale la pena y me dan ganas de construir una representación lingüística, que es como un delirio, un juego, y en el mejor de los casos lograr darle alguna modulación singular.
-¿Qué le pasa a la lengua en la selva? ¿Cómo hace para dar cuenta de una multiplicidad tan inasible?
-La lengua se queda corta, por supuesto, siempre achica, jibariza, sintetiza (porque esa es nuestra manera de ver el mundo), abstrae, pero también se deleita, prolifera, se enreda; no se puede representar un centímetro cuadrado de nada, pero hay que hacerlo igual, no podemos evitarlo y a mí me gusta intentarlo. El fotógrafo y naturalista Emilio White me llevó a conocer la selva y fue una experiencia impresionante, intransferible y meditativa.
-¿Te costó escribir y representar lo que significó la selva en la novela?
-No, eso fue lo que menos me costó. Esta novela fue la que más me costó escribir en mi vida. Esa primera persona proliferante y barroca de la carta es lo que me sale de una, sin esfuerzo; todo lo demás fue un gran esfuerzo. No quería escribir un libro oscuro, pero estando la conquista era difícil que no fuera oscurísimo, pasando de las tinieblas al terror. La escritura se me complicó bastante hasta que encontré a las nenas. Son esas nenas las que lo humanizan (a Antonio). Las nenas, la selva y los animales en ese momento eran considerados prácticamente no humano. La selva y los animales siguen siendo considerados no humanos. Esa operación que hizo Occidente de separarnos del resto del tejido de la vida de la Tierra nos deshumanizó y ahora estamos al borde de un precipicio.