La mujer que vive en Verőce, un pueblo húngaro de 3.000 habitantes a orillas del Danubio, prepara las mejores mermeladas de frutilla y escribió una extraordinaria primera novela en la que reconstruye el pasado familiar, una trama verdadera atravesada por la Segunda Guerra Mundial y el genocidio nazi. “En mi historia faltan los hombres. Al igual que en la historia de todas mis ascendientes mujeres. Son invisibles. De la misma manera que lo era yo para mi padre. A mí, mi padre nunca me vio. Para él yo era transparente”, revela Anna la narradora de Las chicas Bergman, de Ágnes Gurubi, traducida por Susana Lajtavary y publicada por la editorial argentina Blatt & Ríos. Esa narradora que cometió el “error” de nacer niña cuando su padre esperaba un varón para jugar al fútbol, mirar partidos y poder ir al bar para “ahogar sus penas en alcohol”, necesita cauterizar las propias heridas, “aprender un nuevo idioma” y dejar atrás la herencia de su madre, de su abuela y de su bisabuela.
Gurubi (Budapest, 1977), periodista y editora, sonríe y dice que el húngaro, una lengua urálica, no se parece a ninguna otra. Escucharla hablar es una experiencia hipnótica, quizá por su rasgo tipológico de ser una lengua aglutinante suena como una cadencia antigua que viene de otro tiempo. La historia de Las chicas Bergman empieza con la tatarabuela Róza Hirsch, que nació en 1881 en Avas-Felsőfalu, un pueblo que actualmente forma parte de Rumania, y llegó a Budapest en 1905. Cuando entró en vigencia la primera ley judía, Róza tenía cincuenta y siete años y vivía hacía ocho años con su tercer marido, el rabino Salomon Strausz. Los dos buscaron refugio en el Hospital Bíró Dániel de la calle Városmajor, esperanzados con poder salvarse. Pero fueron asesinados y quemados. La bisabuela de Anna tuvo que reconocer el cadáver quemado de su madre.
Bella, la abuela de Anna, era escueta de palabras, no estaba dispuesta a satisfacer la curiosidad de su nieta y no se consideraba judía. Decía que era católica y que estaba bautizada. Ella es la primera de las chicas Bergman, a las que se sumaron sus hermanas Ilona, Lili, Janka, Eszter y Judith. Ilona se llamaba Ida Berger y vivió en Buenos Aires hasta abril del año pasado, cuando murió. La novela de Gurubi está dedicada a Ida, que llegó a leer el libro original, publicado en húngaro en 2020. “Me contó que lloró mucho y me dijo: ‘Agnes, qué difícil debe haber sido tu vida’”, recuerda la escritora muy asombrada por el comentario porque nada se compara a lo que pasó Ida, sobreviviente que pudo escapar de los campos de concentración nazis. Cuando Ilona, en el libro, le muestra una fotografía a Anna, afirma: “Estas somos nosotras. Mujeres a las que nos pasó por encima la historia. Mujeres fuertes, que sobreviven a todo, a todas las atrocidades, y que ni siquiera se nos nota”.
El viaje de Anna por las venas abiertas de su historia familiar le permite ir descubriendo los aspectos más dolorosos que la han marcado. “Mi madre habla a través de mí. Soy ventrílocua, me tragué a mi madre y ahora ella habla en mi lugar”, subraya esta narradora y Gurubi reflexiona sobre el complejo vínculo entre madres e hijas. “Muchas mujeres dicen que nunca se van a parecer a sus madres, pero terminan haciéndolo de manera involuntaria. En esta familia hay ciertos sentimientos que las mujeres les trasmiten a sus hijas y es que no se puede confiar en los hombres y que, pase lo que pase, nosotras tenemos que ser más fuertes”, advierte la escritora húngara y comenta que Anna es “más tranquila, más inteligente y más paciente” en comparación a cómo es ella en su vida cotidiana en Verőce. “Anna es cómo me hubiera gustado ser a mí”, confiesa con una sonrisa entre los dientes.
Otras maneras de amar
“Mi madre me hace sentir náuseas. Es intolerable. Hasta ahora la admiraba, era mi dios, pero ahora solo quiero liberarme de ella y de la maldición que llevo en mis venas. Hasta ahora culpé a mi padre por todo, él era el lobo feroz, nosotras las pobres ovejas víctimas, pero ahora me doy cuenta de que mi madre tampoco es una santa. Ambos son monstruos y yo también lo soy”, reconoce la narradora de la novela. “La relación con mi madre es como la relación que tengo con las rosquillas que hacía mi abuela todos los años en febrero. Si no las comía calientes, recién hechas, se enfriaban en cuestión de segundos y se tornaban incomibles. Frías, chorreando de aceite, me generaban una indigestión. El corazón de mi madre es una rosquilla. Seco, quebradizo, pincha por dentro, pero sin generar demasiado dolor”, describe la narradora.
“Anna puede expresar lo que le genera el vínculo con su madre. Ella se pregunta qué puede hacer para no trasmitir esos errores a sus propias hijas -explica Gurubi-. Lo monstruoso es esa relación que tiene con su madre; esa simbiosis es completamente tóxica. La madre no la deja independizarse y siempre la quiere mantener bajo su ala porque cuando a Anna le empieza a ir bien le recuerda todo lo que ella no pudo hacer. El vínculo con la madre es siempre complejo porque es difícil amar bien y en general estamos acostumbradas a amores posesivos y tóxicos. El error está en arrastrar esta cuestión de generación en generación y nunca cuestionarse: ¿Esto realmente es lo que quiero en mi vida? Hay que tratar de encontrar nuevas maneras de amar”.
En Las chicas Bergman hay también una especie de genealogía del alcohol. La mayoría de los hombres que aparecen, el bisabuelo, el abuelo, el padre o una de las parejas de la narradora, son borrachos empedernidos. “En Hungría una de cada dos familias tiene algún integrante alcohólico. Muchas veces cuando una persona se cría en una familia con padres alcohólicos después busca también una pareja alcohólica; es muy difícil romper con este círculo vicioso de generación en generación”, plantea Gurubi. Anna evoca cómo su madre se enteró de que su padre estaba preso en el patio de la escuela, a los ocho años, cuando una compañera le avisó que no podía jugar con ellas porque su padre “está en la cárcel”. El abuelo de la narradora estuvo preso un año y medio por haber conducido ebrio y haber causado una muerte. “Para la madre de Anna es mucho más traumático no saber y enterarse por una compañera de la escuela a que su madre le diga que su padre está en la cárcel. Las dos personas más importantes en su vida una desaparece (el padre) y la otra le miente (la madre)”, condensa Gurubi la desilusión de la madre de Anna.
“Por las noches, cuando me acuesto en la cama sola, cansada y triste una sola cosa logra consolarme: evoco las charlas de terapia, los juegos que hicimos en el grupo, y reescribo mi vida. Pienso que si no tuve buenos ejemplos a seguir no importa, yo inventaré uno para mí. Uno bueno, sincero, cálido, uno verdadero -anuncia la narradora de la novela-. Y yo seré la primera mujer de la familia tras largas generaciones que lo logre”.