El seleccionado argentino campeón del mundo amenaza con clasificarse a la cita de 2026 en menos de lo que canta un gallo: he ahí la sensación que deja cada vez que entra a la cancha a jugar por los puntos y he ahí una jerarquía que acaso solo pueda ser cuestionada seriamente por Brasil.
O en una de esas por la Uruguay de Marcelo Bielsa, pero de momento paremos de contar.
El jueves, en un estadio Monumental otra vez vestido de fiesta, apto para el alborozo de futboleros de tiempo completo o no, pero en todo caso albicelestes muy a buenas con su condición, el Scaloni Team borró de la cancha a uno de esos rivales, como Paraguay, de los que habrá que ver si andan así de escasos de herramientas.
Para que sea dicho de una vez: el piso de la Selección es tan alto que descascara sin apelación al 80% de los otros competidores del área sudamericana.
Hubo, versus los guaraníes, un gol de diferencia en la red, pero tres o cuatro de diferencia en el juego, tómese el indicador que se prefiera: posesión, posición, control, progresión, profundidad, calidad, etcétera.
Con el debido permiso, a grandes rasgos nos quedaremos con un puñado de vectores. Por saber: sin Messi: cero traumas. Una tenencia abrumadora capaz de disciplinar el ancho y el largo de la cancha y en esa soltura desairar las proverbiales y rudas marcaciones de Paraguay.
Con Messi: más o menos lo mismo, con el añadido de un maestro de la homeopatía. Dosis pequeñas, pertinentes y certeras. Al Número 1 se le negó el gol, es cierto, pero en todo caso será un encono provisorio o temporario. No siempre faltarán veinte centímetros para que un poste se salga con la suya.
El “Nosotros”: aceitado hasta la mismísima vereda de la virtud. Cuando un equipo juega la pelota hasta el colmo de la redondez y cuando la pierde no falta nadie en la cruzada del rescate, es muy posible que estemos en presencia de algo más excepcional. En presencia de un Gran Equipo.
El eje: un medio campo poblado sin amontonamientos y relajado sin indolencia. El eventual desorden de Rodrigo De Paul es compensado con creces, más bien minimizado o evaporado, por la quirúrgica repartija de pases de Enzo Fernández y Alexis Mac Allister.
El doble 9: la química entre Lautaro Martínez y Julián Álvarez potencia el dúo sin mella a lo propio de cada quien. Examen aprobado con una calificación de 8, pongamos.
¿El por qué de esa grata novedad? No se trata de una mera cuestión de buena voluntad y compañerismo, que se les nota. Se trama más bien de la plástica extensión de sus características.
El cordobés del Manchester City juega bien como un 9.75. Y aunque menos dúctil, el bahiense del Internazionale tiene oficio y hábito de 9.50. Antes convivió con el belga Romelu Lukaku. Ahora convive con el francés Marcus Thuram. Y sin conflictos ni déficit.
Así las cosas, el martes próximo en el Nacional de Lima se ofrecerá la oportunidad de constatar, por si hiciera falta, que estos muchachos de la Selección, que estos habitantes de la cima, que estos campeones del mundo, se sienten felices cada vez que salen a dar una función.
Que disfrutan de correr tras la pelota número 5, sin que la alegría esté reñida con la seriedad. Como los niños, que conciben cada juego como un rito sagrado.