En su relato “El pudor de la historia”, Borges sospechaba que “la historia, la verdadera historia”, suele ser más pudorosa que sus celebraciones y que “sus fechas esenciales pueden ser, asimismo, durante largo tiempo, secretas”. Se podría decir lo mismo de algunos de sus protagonistas, como la ignota italiana Giuliana Stramigioli. Una y otra vez se ha señalado –con toda justicia- que la revelación de Rashomon en el Festival de Venecia 1951 descubrió no sólo a un talento hasta entonces desconocido fuera de su país sino que abrió las puertas de Occidente al mejor cine japonés. Pero sin la intervención providencial de esa cinéfila romana radicada en Tokio, que fue quien vio y recomendó fervientemente a la Mostra la primera obra maestra de Akira Kurosawa, menospreciada en su propio país, la historia del cine quizás hubiera sido diferente.
Y con Rashomon se abre, lógicamente, el extraordinario ciclo que comienza este viernes en la Sala Leopoldo Lugones titulado Kurosawa, lado A, que no sólo reúne ocho de los films esenciales del primer período del sensei Akira sino que además lo hace con copias en 35mm enviadas especialmente desde Tokio por The Japan Foundation, con la colaboración del Centro Cultural e Informativo de la Embajada del Japón. Es una oportunidad única para ver o rever el mejor Kurosawa en su textura original, como hace años no sucedía en Buenos Aires, en copias en fílmico en excelente estado de conservación.
“Todos me decían que no, productores y actores más o menos importantes. A los cuarenta años, yo estaba terminado”, le contaba A. K. al crítico italiano Gian Luigi Rondi. “Y entonces llega la noticia del premio de Venecia para Rashomon. En aquel momento, empecé a recibir una oferta tras otra de los productores. Desde ese día hasta 1962 pude hacer un film por año. Y fui respetado por todos. Ese premio logró, también, que fuera de Japón conocieran el cine de mis dos mejores amigos, los únicos que haya tenido jamás, Ozu y Mizoguchi, cuyos films, luego de mi Rashomon partieron rápidamente rumbo a Occidente, conquistando premios y éxitos. En suma, aquel premio fue una fecha histórica, y llegó cuando en el Japón se sentía la necesidad de reconocimiento: salíamos de la guerra, estábamos vencidos, humillados moral y económicamente. El sonido de trompetas que nos llegó desde Venecia nos hizo saltar a todos”.
Por entonces, el realizador ya tenía una decena de largometrajes a sus espaldas (muchos de los cuales fueron revisados por la sala Lugones dos años atrás, en el ciclo Kurosawa, lado B), pero el impacto de Rashomon, una película de la cual todavía hoy, más de 70 años después, se sigue citando como un ejemplo, incluso en los estudios de Leyes, sobre la relatividad de ese concepto llamado verdad, le dio impulso a uno de los períodos más fecundos de su obra, que es el que ahora revisa esta retrospectiva, que incluye por ejemplo, Vivir (1952), otra obra maestra, pero escasamente frecuentada en nuestro país.
“A veces pienso en mi muerte… y pienso cómo podré resistir el respirar el último aliento; viviendo una vida así, ¿cómo podré abandonarla? Siento que me queda tanto por hacer… Siento que he vivido tan poco. Entonces me quedo pensativo, pero no triste. De este sentimiento nació mi película Vivir”, contaba A. K. de un film que es todo un modelo de la modernidad cinematográfica de su época, al punto de que fue comparada con otros títulos que abrieron nuevos caminos en la historia del cine, como El último hombre (1924), de Murnau, El ciudadano (1941), de Orson Welles, y por supuesto Umberto D. (1951), de Vittorio De Sica, con la que tiene en común un protagonista enfrentado al final de sus días.
“Vivir es, por supuesto y por mil razones profundas, una película específicamente japonesa, pero lo que sorprende en esta obra y se impone al espíritu es el valor universal de su mensaje”, señalaba ya en su momento el legendario crítico francés André Bazin, en la revista que había fundado, Cahiers du cinéma, donde defendía a Kurosawa tanto de quienes lo acusaban de exotismo, por sus películas de samuráis, como de quienes –en contraposición al cine de Kenji Mizoguchi- denunciaban su cosmopolitismo, por la declarada admiración de A. K. por algunos baluartes de la cultura occidental, de Shakespeare a John Ford.
“La internacionalidad de Vivir no es geográfica sino geológica, surge de la profundidad del estrato moral subterráneo done Kurosawa supo ir a buscarla”, insistía Bazin. “Pero como se trata también de hombres de nuestra época, de contemporáneos, con los que un breve viaje en avión nos pondría en contacto, Kurosawa tiene derecho a ir a buscar de vez en cuando en la retórica cinematográfica mundial, como James Joyce en el vocabulario de todos los idiomas para volver a inventar el inglés”.
“Después de una película moderna, siempre tengo ganas de hacer una histórica, o viceversa. Por ejemplo, tras haber rodado Vivir, quise cambiar de estilo; esta clase de estudio humano, al exigir una gran concentración mental, me había dejado agotado. Tuve ganas, con toda naturalidad, de hacer una película más ligera, más alegre, una película sencilla y desenvuelta… e hice entonces Los siete samuráis”. Con esa humildad contaba A. K. el origen de la que quizás sea –junto con Rashomon– su película más famosa, a tal punto que fue objeto de varias remakes occidentales, declaradas o subrepticias.
Ya en 1957, cuando el cubano Guillermo Cabrera Infante no era todavía el gran escritor que después fue y disfrutaba trabajando como crítico de cine, supo dar en el clavo con Los siete samuráis, una película que en Japón fue acusada de atentar contra una de las más firmes instituciones del país, el militarismo, y, a la vez, de quebrar la tradición sintoísta del culto a los héroes. “La moraleja es obvia y por tanto peligrosa: no es conveniente pedir auxilio al ejército para resolver los problemas del pueblo”, advirtió Cabrera Infante. Para Caín –el seudónimo del escritor en tanto crítico- la película era no sólo el western japonés que todos veían en él sino también “una alegoría cinemática del Japón, al que el militarismo había consolidado como Estado, para conducirlo después al desastre de la guerra y la destrucción atómica”.
Si en Trono de sangre (1957) Kurosawa se inspiró en el Macbeth de Shakespeare porque –como señaló en estas páginas el crítico Horacio Bernades– “comprendió que el estado de anarquía y desangramientos sucesorios de la Escocia del siglo XI se correspondía con los de los siglos de guerras feudales en su país”, en Yojimbo (1961), el realizador hizo una adaptación libérrima al universo samurái de Cosecha roja, quizás la novela más negra de Dashiell Hammett, porque, como él mismo confesó en su momento, “hay una idea que me atormenta desde hace años: el mundo es un inmenso campo de batalla, en el cual los malos entran en guerra continuamente, sin dejar a los buenos espacio para vivir o trabajar. Yojimbo es un poco el retrato de esta situación. Dos bandas rivales, ambas compuestas por demonios. Y la aldea en el medio, tomada entre dos fuegos sin ninguna posibilidad de elegir ni de poner fin a ese infierno… Miren a su alrededor, ¿no es así también hoy?”
Del éxito de Yojimbo, Kurosawa pasó a hacer su secuela, no menos exitosa: Sanjuro, el samurái (1962). Siempre con Toshiro Mifune como protagonista, A. K. reforzó no sólo el carácter del personaje sino también su vínculo con la tradición del género denominado “chambara”, que por sobre la reproducción de época privilegia las luchas de espadas entre los samuráis. Género que, por cierto, dominaban magistralmente tanto el director como el actor, como ya lo habían probado en La fortaleza escondida (1958), también presente en el ciclo y en la que más de un espectador podrá encontrar el germen de la trama de Star Wars, de George Lucas, uno de los tantos cineastas estadounidenses –como Francis Ford Coppola y Martin Scorsese– que no sólo admiraban la obra de Kurosawa sino que contribuyeron a producirla en su última etapa.
Esos vasos comunicantes entre la cultura japonesa y la occidental reaparecen en El cielo y el infierno (1963), la última película del ciclo, adaptación de una novela policial del escritor norteamericano Ed McBain en la que Kurosawa (una vez más con Mifune como protagonista) traslada la acción del Distrito 87 de Nueva York a la renovada Yokohama. La película –una de las favoritas de Scorsese- utiliza magistralmente la infraestructura moderna de la ciudad en los años del milagro económico y el período previo a los Juegos Olímpicos de 1964 para contrastarla con la lucha de clases que se libraba por debajo de esos oropeles.
- La programación completa del ciclo, con días y horarios, se puede consultar aquí.
- Para leer más sobre este tema: El último humanista del cine