Como Lázaro, El Ciclón se levanta y anda. Sólo que esta vez la voz no la dio el Salvador de Galilea –ausente hace un tiempo de la popular– sino un inmenso corazón que empezó a bombear sangre caliente desde el día en que la desgracia se instaló en Boedo.
No sé qué fue de la vida de Lázaro, si el hombre camina todavía por ahí contándoselo a los amigos, pero se me hace que el nuestro es un país de muertos. No hubo manera de matar a San Lorenzo como no existe poder para destruir a un pueblo. A los Gauchos de Boedo le arrebataron el estadio de tablones y les prometieron un monumento de arquitectura en un parque de paraíso. Al país le rompieron los huesos y la fe jurándole una sociedad liberal de avanzada. El uno y el otro –que son la misma cosa– trastabillaron durante años al borde del abismo para precipitarse, al fin, en una pesadilla vil. A cada juramento, una traición. A cada sueño insensato, un despertar horroroso.
San Lorenzo es una parábola antojadiza de un país que parece odiarse a sí mismo. Un país capaz de profesar quimeras como los niños que creen en los cuentos de hadas. Una tierra en la que la fe reemplaza a la razón y cada desengaño es una catástrofe sin par. San Lorenzo, como la Argentina, se soñaba poderoso, invencible, hasta que un día la razón de la historia lo sepultó en esa primera B donde para ir a la cancha hay que consultar caprichosos mapas, como los exploradores que buscan tesoros imposibles.
San Lorenzo –ese muerto redivivo– es para mí una metáfora de la sociedad argentina. El año pasado, cuando Alles le paró el penal a Delgado y nos mandó al descenso, recordé que El Ciclón se había asomado a la primera con el amanecer de la democracia, en el dieciséis, cuando Hipólito Yrigoyen rechazó la componenda y se ganó la recompensa popular. Que arrasó en el ’46, cuando las masas llevaron a Perón al poder, por primera vez. Dije, también, que se iba en el momento más dramático de la historia argentina, sin casa, exiliado en Vélez, o en Ferro, como un judío errante.
Ya vuelve. No sé si ya tiene casa nueva o si va a arreglar el bulín de avenida La Plata, rematado, loteado, como si pudiera venderse el alma de un pueblo.
En este país en el que los muertos amenazan con enterrar a algunos vivos, San Lorenzo es apenas un sueño, una pasión. Pero ese club simboliza –para mí, al menos– el último de los fracasos, el esfuerzo de un pueblo por aferrarse a la cornisa con los pies suspendidos en el vacío.
Es banal emocionarse con el fútbol cuando tanta ignominia pesa sobre las abatidas espaldas del país. Será, quizá, ese aliento multitudinario, que pudo más que el vacilante despliegue de los De Magistris, los Quinteros y los López, lo que me llena de orgullo. Como si los ejecutores fueran secundarios cuando toda la gente está detrás queriendo la misma cosa.
La lección es clara: Luder o Alfonsín, Tróccoli o Cafiero, Sanfilippo o Rinaldi, los goles tiene que hacerlos la tribuna. San Lorenzo ha dado una buena lección a los escépticos, a los que creían que el descenso –el infierno– era castigo y soledad eternos.
Aquí, en Francia, nadie conoce a Los Gauchos de Boedo. La televisión no dio la noticia del triunfo. Pasó, en cambio, imágenes de los cementerios clandestinos y se habló de la corrupción militar. Hay quien pregunta –por ejemplo– si alguno de los delegados sindicales, artistas o los periodistas desaparecidos en estos años de capuchas, picana y hambre, están enterrados allí. La respuesta la darán, creo, las Madres de Plaza de Mayo: los muertos están muertos, pero a los desaparecidos se los sigue esperando.
Aquí estamos, pues, festejando victorias sin heroísmo y velando muertos de pobre sepultura. ¿Qué hacíamos mientras los mataban? La respuesta es tan simple como dramática: alentábamos a San Lorenzo y a la selección, viajábamos a Miami y a Europa, nos exiliábamos por miedo o por necesidad, nos creíamos derechos y humanos mientras festejábamos con José María Muñoz a los campeones del mundo.
Hasta que un día –con El Ciclón– todos nos fuimos al descenso. Brutalmente descubrimos (¿porque no queríamos saberlo?) que Martínez de Hoz y las multinacionales se habían llevado la guita, que la flota inglesa era mejor y más grande que la nuestra, que las locas estaban tan sólo locas de amor y de desesperación. Que los militares no eran señores de la guerra. Que hasta San Lorenzo se podía hundir en el pantano en el que flotaban, hermanadas, la biblia y el calefón.
Un pueblo sin memoria no tiene futuro. El nuestro tiene la memoria de un idiota azotado por el ruido y la bronca. Algunos que antes hablaban de una “campaña antiargentina” en el extranjero, hoy piden a gritos justicia para los mismo crímenes que, cuando se paseaban por Lafayette en 1979, negaban en nombre de la dignidad de los argentinos. El país perdía a sus mejores hijos pero se llenaba de televisores a color.
Borges decía que en el país no pasaba nada, porque si así fuera él, que vive a dos cuadras del Círculo Militar, lo sabría. Sabato, erigiéndose en juez, escribía en El País, en Madrid, que había desaparecidos buenos y desaparecidos malos. El general Saint Jean, gobernador de Buenos Aires, amenazaba también “a los indiferentes”. Jorge Rafael Videla acusaba a los civiles de “delincuentes económicos”. Bernardo Neustadt y otros acompañaban con el violín. José María Muñoz lloraba, no por esos días de cuchillos largos y escopetas cortas, sino por lo goles que, se dice, un marino había comprado a precio de dólar. Grabémoslo para siempre: San Lorenzo descendió en 1981, abrumado de deudas, de exilio, de corrupción, y ascendió en 1982, por obra de una multitud que despertó tarde pero desayunó a tiempo.
Abran cancha, el humillado vuelve. Ha conocido otros barrios, mirado otros jardines, se ha impregnado de olores desconocidos. No aspira al paraíso, pero quiere vivir decentemente. En este triste 1982, San Lorenzo fue el único capaz de ganar una guerra. Una guerra popular con sus altos y sus bajos, basada en la dignidad de los ofendidos, en la unión de los jodidos. A la gente le importó más la oscura epopeya de los perdedores del sábado que la desdolorida fiesta de los ricos del domingo.
Y, sin embargo, ¿qué importancia tiene que San Lorenzo vuelva a primera? Ninguna, es cierto. Sólo cuenta el alegrón de su gente. Alegría corta, pasajera, como la copa apurada antes de subir al tren nocturno. Toda despedida es el comienzo de un retorno. Así lo siento hoy desde este “Faubourg sentimental”, como Gardel llamaba a Montmartre.
Seamos claros: fraternal sí, otario no. Para que San Lorenzo esté de fiesta, otros sufren. Imagen mil veces repetida de esa lejana tierra mía. Los azulgranas no somos más ni mejores que los vecinos de La Boca, de Avellaneda, de Núñez o Parque Patricios, pero tenemos un privilegio: hemos sufrido más, hemos conocido de cerca a los pobres, a los eternos habitantes de la B, esa categoría que los argentinos siempre creímos reservada a los otros.
Hubiera querido, en esta silenciosa noche de París, envolverme otra vez en la casaca azulgrana que vistió una vez Coco Rossi y que ahora cuelga en la pared de mi escritorio. En los colores por los que, en el colegio, tuve que reír y llorar. Allá lejos, en mi viejo Boedo, mis sanlorencistas cantan y sacuden el bombo. Festejan a Los Gauchos, pero también anticipan una vida nueva. La vida grande de todo pueblo. Gritemos hasta el amanecer, amigos. Solidarios y con bronca. Para que El Ciclón envuelva al pueblo entero y lo contagie de esta ansia que tenemos hoy de volver a ganar, de ser lo que no nos dejaron ser. Bienvenido, Ciclón, a un país que quiere resucitar.
La pasión según Soriano
Por Ángel Berlanga
Exiliado entre 1976 y 1983, primero en Bruselas y luego en París, Osvaldo Soriano palpitaba a la distancia el dramático devenir del país en plena dictadura. Era complicado hablar por teléfono, así que cruzó en ese período cientos de cartas con amigos, ex compañeros de redacción, escritores, familiares. El abanico temático es muy amplio y abarca la tremenda represión militar, medios y literatura, el hundimiento económico, el contexto internacional. Y, por supuesto, San Lorenzo. Qué manera de sufrir. Observaciones, inquietudes y preguntas sobre el club de sus amores abundan en la correspondencia con su amigo Tito Cossa, Eduardo Van der Kooy (colega en El Cronista) o el preparador físico Jorge Daguerre. En las cartas a su madre le encarga, siempre, que le mande la Goles y El Ciclón. En una fechada en noviembre de 1982 es que descubrí la pista del artículo que se reproduce aquí, la nota sobre el ascenso en el diario La Voz.
Soriano escribió unas cuantas notas sobre el cuervo: “El nacimiento de San Lorenzo de Almagro”, su conversación con los pioneros Francisco Xarau y Juan Giannella, publicada en La Opinión el 7 de enero de 1973 y recopilada en Artistas, locos y criminales, acaso sea la más conocida: era una forma de celebrar el bicampeonato del 72 (“El San Lorenzo más lindo que recuerdo”, decía). Otro texto que circuló bastante está en las antípodas: se trata de “Réquiem”, enviado desde París, con San Lorenzo en la cuerda floja del descenso, ya caído cuando fue publicada en Humor, septiembre de 1981. También estaba en París, en 1995, cuando publicó en este diario una contratapa celebratoria por el primer título en primera tras el ascenso. Al que alude el “Bienvenido, Ciclón” con el que titula esta nota desconocida, publicada en el diario peronista que dirigía el viejo caudillo Vicente Leónidas Saadi.
“Le mandé a La voz una nota sobre San Lorenzo y el país”, le escribe a su madre. La colección del diario está en la Biblioteca Nacional, y ahí estaba el artículo, un Soriano que abraza la resurrección. Las resurrecciones: tras el desastre de Malvinas, la dictadura empezaba a recular. Para entonces aparecía aquí No habrá más penas ni olvido, publicada primero en Italia, Polonia, España: la novela enseguida encabezó las listas de los más leídos. En febrero de 1983 se sumaría a esas listas Cuarteles de invierno, y al mes siguiente Soriano volvería del exilio. “San Lorenzo no volvió a primera porque tenía un gran equipo ni porque jugaba el negro Quinteros –dijo por entonces en una entrevista con Carlos Ferreira–. Volvió porque la gente lo quiso así, porque cuando algo toca fondo, o uno saca todo lo que tiene adentro para salvarlo o se hunde definitivamente. A San Lorenzo lo levantó la gente”.
“Bienvenido, Ciclón” apareció en La Voz el 8 de noviembre, dos días después del 1 a 0 a El Porvenir, con el que San Lorenzo volvía a Primera. El gol lo hizo Rubén Darío Insúa, jugador fenomenal, actual director técnico del cuervo, ídolo del club. “Yo era un chico que soñaba con jugar en San Lorenzo, ponerme esa camiseta y ninguna otra”, decía Soriano. Y ahí está su nombre, en la sala de prensa del Nuevo Gasómetro. Y ahí está su pasión, que sigue latiendo en el corazón azulgrana.
*“Soriano cuervo”. Este lunes se presenta en San Lorenzo la biografía Soriano, una historia, de Ángel Berlanga, acompañado por Juan Sasturain y Horacio Convertini: el fervor y los escritos sanlorencistas de un autor de referencia de la literatura futbolera. A las 19 en la Casa Social del Vitalicio de San Lorenzo, Inclán y Muñiz, CABA.