La democracia tal como se vive después de la Segunda Guerra Mundial en Occidente, engendra nuevos fenómenos, anómalos, contradictorios, últimamente con más asiduidad y fortaleza que al comienzo de su vida práctica.
Tienen éstos la característica, para adecuarse perfectamente al sistema, de brotar en el seno de procesos electorales que parecen cumplir con las formalidades exigidas por las normas y adaptarse a ellas sin mayores inconvenientes. Son, en tal sentido, inatacables desde el punto de mira liberal y hasta republicano.
Otro rasgo en común de las nuevas generaciones políticas es la falta absoluta de humor que las distingue. Falta, por supuesto, grave, porque demuestra poca plasticidad y, menos, talento.
En los debates, a veces encarnizados, solo asomó en alguna oportunidad el de Myriam Bregman, ensombrecido siempre por su dogmatismo, tan alejado de la realidad como del vasto pensamiento y las agudas reflexiones de León Trotsky.
Los candidatos oficialistas recitan correctamente sus libretos, sin otro atractivo que sus sonrisas algo hieráticas y su buena voluntad; los opositores sus enojos, sus exageraciones, sus fingidas indignaciones, sus reaccionarios y veraces propósitos.
Como si fuese poco con este clima de descomposición, viene a agregarse una vez más la descomposición del sempiterno conflicto en Medio Oriente. Cual si algo le faltara a la izquierda local para acentuar sus divisiones, la nueva guerra Hamas-Israel la empuja a repartir sus adhesiones, grietas, odios, contradicciones. La ignorancia de la historia y de la cultura de cada pueblo ejerce, también, su dominio en este campo. La llamada izquierda se mete, ya es un hábito, de lleno en él; un conflicto en el que entre otras cuestiones más importantes se discute con no menos vigor dónde se puede rezar por parte de judíos y musulmanes, si es legal que los judíos recen del lado palestino o en la mezquita de Al-Aqzar, y no en el Muro.
Mientras, la campaña sigue a todo vapor con pocas propuestas serias, en tanto se despliega la sucia, en la que candidatos y partidos se tiran todo lo que tienen a mano: violencia económica, corridas por el dólar, chocolates e insaurraldes, insultos e inmoralidades, departamentos de lujo, casas señoriales, prisiones colectivas.
El elector, que antes tenía a flor de piel sus pasiones políticas, sus adhesiones casi sentimentales, sus convicciones, y brillaba entusiasmado ante cada oportunidad, cada discurso, cada manifestación, cada decisión, hoy observa con desconfianza y frialdad el espectáculo, y suma dudas a las que ha venido acumulando a lo largo de años de promesas y desilusiones.
Voto desde un 23 de febrero de 1958, en aquellas elecciones convocadas obligadamente por la libertadura, en las que opté por la fórmula Frondizi-Gómez, entusiasmado con su Programa para “20 millones de argentinos”. Desde entonces, y en cada oportunidad, seguí haciéndolo por las corrientes progresistas y populares que alimentaban esperanzas y aquel entusiasmo. Acaso esta vez, en que lo hago sin ningún encanto, con más lógica que pasión, con más madurez (espero) que emociones, salgan las cosas mejor.
* Mario Goloboff es escritor, docente universitario.