Johnny Boy tiene casi 30 años, pero parece un chico de 15. La primera vez que lo vemos pasa por un buzón del US Mail, tira adentro un cartucho de dinamita como si fuera un petardo y lo hace estallar en mil pedazos, mientras sale corriendo a las risotadas. La segunda, llega a un bar repleto en pleno corazón de Little Italy, en Manhattan, del brazo con dos chicas, una rubia y otra morocha, que según dice con orgullo se las acaba de levantar en otro bar, pero del Village (“El Café Bizarre…”, sonríe, como si las hubiera ido a buscar a Marte). Mientras los tres entregan sus abrigos en el guardarropa, él además se saca los pantalones del traje y pide –con una sonrisa que ni siquiera el perenne chicle en su boca le hace perder- que por favor se los cuelguen en una percha. “Muchas gracias, Señor, por abrir mis ojos. Te pido una penitencia y me mandas esto por la puerta…”, se lamenta Charlie, su amigo de la infancia y protector, mientras Johnny Boy se le acerca en cámara lenta, abrazado a las dos chicas, bajo la luz completamente roja de ese antro infernal y al ritmo implacable del “Jumpin’ Jack Flash”, de los Rolling Stones. “I was born in a crossfire hurricane…”, aúlla un Jagger en llamas.
No pasaron más de 12 minutos de película –Calles peligrosas, de Martin Scorsese– y el director ya encontró al actor de su vida, Robert De Niro. Bobby, como desde entonces le dirá Marty, es Johnny Boy, un buscavidas del barrio que tiene muchas más deudas de las que puede pagar, un loco suelto capaz de reírse a las carcajadas de cualquier cosa y, casi sin solución de continuidad, pasar a un brote de violencia incontrolable, de esos que desde entonces se convirtieron en un leitmotiv en el cine de Scorsese.
Acaban de cumplirse 50 años del estreno (en el Festival de Nueva York) de Mean Streets y esa película seminal en la obra del director también marca las bodas de oro de su relación con su actor fetiche. Desde entonces y hasta ahora, Scorsese y De Niro trabajaron juntos en diez películas que están entre lo mejor del cine estadounidense del último medio siglo: Taxi Driver (1976), New York, New York (1977), Toro salvaje (1980), El rey de la comedia (1982), Buenos muchachos (1990), Cabo de miedo (1991), Casino (1995), El irlandés (2019) y ahora Los asesinos de la luna, que se estrena en Argentina el jueves próximo, después de haberse convertido en el acontecimiento del último Festival de Cannes, en mayo pasado.
“Robert De Niro sabía muy bien cómo era su personaje, porque solía pasar el rato con un grupo de muchachos como Johnny Boy”, recordaba Scorsese en el número especial 500 de la revista Cahiers du Cinéma, íntegramente dedicado a su obra. “Yo andaba con otro grupo, a cuatro cuadras del suyo. Yo estaba en Elizabeth Street entre Prince y Houston. Y él en Broom y Grand. Eso era cuando teníamos 15 o 16 años. Nuestros caminos entonces nunca se cruzaron; nunca fuimos a tomar tragos o a cenar juntos. Nos veíamos de lejos en algún bar, porque su grupo era otro, pero si hay algo que recuerdo es que a todos les caía bien porque era un tipo dulce”.
Según Scorsese, “lo elegí para Calles peligrosas porque Brian de Palma, que ya había hecho con él un par de películas, me lo sugirió. A esa altura, yo no me acordaba demasiado de él, pero él sí se acordaba de mí, y nos encontramos en una cena de Navidad de un amigo en común, empezamos a charlar de tal y cuál y nos dimos cuenta de que íbamos a los mismos bailes en Webster Hall, el mismo salón de baile al que iban mis padres en los años ’20. Nosotros íbamos a fines de los ’50. Eran bailes que organizaban los curas para los italoamericanos. Le conté que yo había hecho una película sobre el barrio, ¿Quién golpea a mi puerta? Dijo que quería verla, organicé una proyección para él y le gustó. Y cuanto más nos conocíamos, más me convencía de que era perfecto para Calles peligrosas. Por aquella época, él vivía en un departamento de la calle 14 y todavía guardaba la ropa de los viejos tiempos. Me acuerdo de que se puso un sombrero muy particular. Y me dije a mí mismo: ‘¡Es perfecto!’. A él no se lo dije, solo un… ‘Está bien’. Pero cuando lo vi con ese sombrero, sabía que él era Johnny Boy. Y que tenía que dejarlo hacer todo solo y no tocarlo”.
A Scorsese no le resultó fácil hacer Calles peligrosas. El guion venía dando vueltas desde hacía rato, desde que su mentor, John Cassavetes, le había dicho que su película inmediatamente anterior, Pasajeros profesionales (Boxcar Bertha, 1972), hecha por encargo para Roger Corman, era “una mierda” y que tenía que volver a sus raíces, a otra película en la línea de su opera prima, ¿Quién golpea a mi puerta? (Who’s That Knocking at My Door?, 1967), realizada de modo casi artesanal. Pero el único productor que se había mostrado interesado en respaldar Mean Streets era nuevamente Corman. Con una salvedad… Quería que fuera una película íntegramente actuada por afroamericanos y rodada en Harlem, para subirse a la ola de eso que en aquel momento se llamó “blaxploitation”, con Shaft como paradigma del éxito.
Imposible. El guion de Mean Streets no tenía una trama en el sentido estricto y mucho menos era el de una película policial: planteaba apenas el día a día de una banda de amigotes de Little Italy que se dedicaban a jugar al billar, correr apuestas y planear pequeñas estafas, nada muy distinto a lo que Scorsese conocía de primera mano por haberse criado en el barrio, donde casi todo estaba a la vista. Era la pintura de unos “buenos muchachos” que no llegaban a ser gangsters o mafiosos, sino eventualmente meros aspirantes a serlo. Es el caso de Charlie, el protector del inestable Johnny Boy, que en la película interpreta Harvey Keitel, en lo que debe entenderse como una continuación de su protagónico en ¿Quién golpea a mi puerta?: un personaje con una pesada carga religiosa a sus espaldas (como el propio Scorsese), necesitado de expiar aquellas que entiende son sus culpas, incluida su relación oculta con su prima Teresa (Amy Robinson).
La solución al problema del financiamiento llegó de la mano del periodista Jay Cocks, un amigo muy cercano del director que ya lo había convencido de que cambiara el título original del guion (Season of the Witch) por el de Mean Streets (Malas calles), tomado de una frase de Raymond Chandler en su ensayo El simple arte de matar. Quien entonces era la mujer de Cocks, la actriz Verna Bloom, se enteró de que el productor musical Jonathan Taplin, a cargo de las giras y conciertos de Bob Dylan y The Band, quería probar suerte en el cine y lo puso en contacto con Scorsese. No tardaron en entenderse: Taplin aportó 30 mil dólares para que se pusiera en marcha el rodaje, mientras él conseguía un respaldo mayor, como finalmente logró, de la Warner Bros.
Después de asegurar el casting y de trabajar con los actores en algunos ensayos, de los que grababa en audio, para aprovechar los diálogos que pudieran salir de las improvisaciones, Scorsese salió enseguida a filmar a la calle, aprovechando la tradicional fiesta de San Genaro y todo lo que pudiera rodar en exteriores de Little Italy. Como necesitaba rodar rápido y barato, aprovechó parte del experimentado equipo técnico que le ofreció Corman, sabiendo que en menos de una semana tenía que filmar en locaciones todo aquello que le diera la autenticidad necesaria a la película, como la escena inicial de Charlie en la vieja catedral de San Patricio, donde intenta confirmar su devoción católica; la escapada a otra catedral -el Waverly Theater de la Sexta Avenida- para ver una película de Corman (La tumba de Ligeia, 1965), o las varias peleas callejeras en cualquiera de las esquinas del barrio.
Aunque parezca mentira, casi todo lo demás se filmó –por razones de presupuesto- en estudios e interiores de Los Angeles. E incluso también algunos exteriores. “Es gracioso”, confirmaba Scorsese. “Johnny Boy le disparaba desde una terraza de Little Italy al Empire State en Nueva York y la bala iba a parar a una ventana cualquiera de Hollywood. Esa es la magia del cine”.
Con la complicidad de un camarógrafo veterano, Kent Wakeford, que tenía experiencia en el cine documental pero para quien Mean Streets era su primer largometraje importante de ficción como director de fotografía, Scorsese planeó para los interiores una iluminación más expresiva que estrictamente realista. Lo importante, además, era que los equipos de luces no interfirieran con el trabajo de los actores, porque una vez sentada las bases de cada escena, el director confió en ellos y les dio toda la libertad que le fue posible.
La cámara a su vez debía seguirlos en todos sus desplazamientos, muchas veces sin cortes, como esa brutal gresca en el sótano de un billar, cuando Johnny Boy –¿qué otro actor que no fuera De Niro podría haber hecho eso?– se sube al tapete verde y desde allí empieza a repartir golpes con un taco quebrado, mientras sus contrincantes tratan de derribarlo a como dé lugar. “Como muchas veces ni siquiera yo podía seguir completamente la escena, me guiaba por el sonido y si las voces me resultaban auténticas y encontraba verdad, la daba por buena”, reconoció Scorsese.
Además del tema de los Stones con el que se presenta Johnny Boy como el rey de la noche neoyorquina, toda la banda de sonido de Calles peligrosas está compuesta por un extraordinario playlist de temas que van desde las canciones napolitanas del barrio hasta el rock’n roll que disfrutaban por aquel entonces Scorsese y sus amigos, como “I Looked Away”, por Eric Clapton, “Stepping Out” por el grupo Cream, o “Be My Baby”, por The Ronettes, que se escucha íntegra en la secuencia inicial de créditos filmada en Súper 8mm y que, en su ingenuidad pop, describe perfectamente la nostalgia de Charlie por su inocencia perdida, antes de la inexorable caída que él sabe que le espera. Hoy podrá ser moneda frecuente, pero para cuando se estrenó Mean Streets, hace ya medio siglo, nadie había usado antes, como lo hizo Scorsese, el cancionero popular como un elemento constitutivo capaz de darle espesura dramática a una película.
Que la voz interior de Charlie, al comienzo de esa misma escena (y de cada monólogo interior del personaje), no sea la de Harvey Keitel, sino la del propio Scorsese -que dice “Uno no paga por sus pecados en la iglesia, lo hace en las calles, en su casa; el resto es pura mierda, vos lo sabés bien”– expresa a las claras que Charlie es el alter ego de Marty. Es el modo en el que Scorsese vive a través de su protagonista su propio via crucis. A su vez, el director se escinde en dos, porque pareciera que también quiere verse reflejado en la libertad inconsciente de Johnny Boy. En términos freudianos, si Charlie expresa el superyó de Scorsese, Johnny Boy es su ello, un personaje que es pura pulsión y deseo, sin límites ni barreras a la vista. No hay familia ni iglesia que puedan contenerlo.
A lo largo de la obra posterior de Scorsese, De Niro encarnó para el director ambos extremos del yo, desde el desatado secuestrador de El rey de la comedia hasta el pétreo gerente de Casino, un obsesivo del control absoluto, lo que no impide que en algún momento se le suelten las cadenas. Pero todo empezó allá lejos y hace tiempo, en Calles peligrosas, que se convirtió inmediatamente en la plataforma de lanzamiento de ambos y hoy, medio siglo después, sigue siendo un clásico contemporáneo.