¿Cómo se explica que alguien que no escucha su música más que por accidente sienta alegría al ver salir a Elián Valenzuela, alias L-Gante, del DDI de Quilmes donde estuvo detenido? Fueron muchos los que sin tener un lazo generacional, ni artístico, con la cumbia 420 se sonrieron en estos días ante su liberación. Si bien los episodios que lo llevaron a pasar casi cien días encerrado fueron confusos hasta la sospecha, la empatía en este asunto quizás se explique menos por la historia que por el protagonista.

No se trata del mismo tipo de complicidad que supo despertar un deslenguado como Pity Álvarez. Pero, al igual que Pity, el paso de Elian por la sección “policiales” no pudo borrar nada de su lucidez. Tan corrido, como Pity, del lugar de víctima, o de vengador de las clases populares: cae como cae (parado) seguramente por su cintura, su talento para medir la temperatura y ubicarse en todos los escenarios. Responde con ironía a la policía mientras lo meten en el patrullero. Responde con inteligencia y humor a quienes preferirían verlo preso por portación de gorra. Con la misma calma, deja a Eduardo Feinmann pedaleando en el aire y mantiene una guerra casi personalizada contra Viviana Canosa, que mostró fotos de chicos posando y bailando en un recital de L-Gante advirtiendo casi textualmente: cuidado que quieren convertir a tus niños blancos en niños turros.

Lo que obliga a ponerse de su lado al crítico musical más exquisito y hasta el más erudito intérprete de Schubert es que el argumento principal contra L-Gante, aunque parezca, no tiene nada que ver con el arte: se lo acusa de que sus letras hablan de delincuencia, vagancia, consumo de drogas prohibidas. Los mismos motivos por los cuales en 2002 el extinto Comfer prohibió la cumbia villera.

“Sé hablar bien, sé hablar mal, me puedo meter en cualquier lado. No sé si me veo decente, pero lo soy. Analizo todo, obtengo info de todos lados”: ese modo esponja se le nota cuando habla.

Llega a un barrio, reparte la merienda entre los niños del lugar y se ofrece a cortarles él mismo el pelo “en degradé”. Se forma una fila de 50. De ahí puede ir a cantar “a un lugar cheto, no tengo problemas mientras me respeten como soy”. A L-Gante le parece clave “saber comportarse, hablar, escuchar”. Actúa así de natural en cada una de las paradas de “Villa Tour” y también cuando se sienta a la mesa de almuerzos más famosa de la TV argentina. Da recitales gratuitos para miles de personas en Tecnópolis pero no dice hablar en nombre de un grupo social. Aunque lo hace sin perder de vista ese origen de clase, que algo es bien distinto.

L-Gante desborda las consignas con las que se lo envuelve. En 2021, después de que en un discurso CFK lo citara en versión anglo (“elegant”) como hijo ejemplar del Programa Conectar Igualdad, su fama copó terrenos a los que de otro modo hubiera tardado en llegar. Si la historia de cómo empezó a grabar su música es prueba en contra o a favor del Conectar Igualdad más que una pregunta es una trampa. Es anecdótico que a esa computadora “del gobierno” no la haya recibido yendo a clase sino en reventa. No opaca en nada los efectos de esa política pública para saldar las brechas de conectividad en las escuelas. Pero sí funciona como muestra de una discusión más sinuosa: que los ídolos de estas generaciones son bastante más que un figurín. Más que hacerlo decir algo que encaje con los relatos que imaginamos de los pibes “como él”, el ejercicio quizás pueda funcionar mejor a la inversa: afinar la oreja.

Con la libertad recién recuperada ahora habla a las cámaras. Así como cuando se le pregunta por su éxito, no adhiere a las versiones enfocadas en el “mérito” –frecuentes en el discurso de muchos traperos de alta facturación–, al hablar de los días que estuvo detenido, se enfoca en contar cómo trató de aprovechar el tiempo y algo de de solidaridad entre los presos. Habla sin caer en un relato en clave de “show de la marginalidad”, pero engamado en un estilo tumbero que decora su cuerpo como una apropiación, una estética, una forma de pertenencia… ¿Algo de orgullo? Puede ser. Pero sin arrogarse el poder de representatividad que por un lado o por otro se le quiere endilgar. Esa es quizás su mayor astucia. La gorra es decorado, la celda no es destino.



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