Los “sensitivity readers” o lectores de sensibilidades, buscadores compulsivos de estereotipos ofensivos en los textos editados o inéditos, crecen como hongos en el humus de un mundo donde la autocensura, la censura y el puritanismo están a la orden del día. En marzo de este año la editorial Puffin del Reino Unido decidió reescribir los clásicos de Roald Dahl –Matilda y Charlie y la fábrica de chocolate- sin alusiones ofensivas como “gordo” o “bruja”. La polémica resurgió cuando el canadiense Kevin Lambert, finalista del Premio Goncourt, la distinción más prestigiosa que se otorga a una obra escrita en lengua francesa, admitió en redes sociales que convocó a una “lectora sensible” para cotejar que su última novela, Que nuestra alegría permanezca, no tenga expresiones o personajes que pudieran molestar a lectores pertenecientes a alguna minoría.
Las editoras y escritoras Julieta Obedman (Alfaguara), Paula Pérez Alonso (Planeta), Leonor Djament (Eterna Cadencia) y Ariana Harwicz revelan que los lectores de sensibilidades, moneda corriente en Estados Unidos y Canadá, pero que en Francia suscita recelos y sospechas de censura y de “americanización”, todavía no se usan en Argentina.
“La lectura sensible, al contrario de lo que dicen los reaccionarios, no es una censura. Amplifica la libertad de escritura y la riqueza del texto”, afirma Lambert, finalista del Goncourt. “No hay literatura posible si se uniforman las escrituras y se acomodan al decálogo del momento de lo que puede o no ofender. La ‘experiencia de usuario’ no aplica a la literatura. No van a desaparecer las discriminaciones e invisibilizaciones estructurales de nuestra sociedad por el hecho de eliminar una palabra que pueda incomodar”, plantea Djament, directora Editorial de Eterna Cadencia. Pérez Alonso, que además de editora también es escritora, destaca que lo que sucede con el finalista del Goncourt es “una adecuación a un sistema emocional”. “Se trata de querer complacer a la mayor cantidad de personas y prevenir ser cancelado; para mí sería una forma de la autocensura, que es la peor de las autocensuras”, advierte la autora de Kaidú.
Desde París, donde vive, Ariana Harwicz subraya que no puede estar más en desacuerdo con el escritor canadiense. “Me parece condescendiente, paternalista, bien francés -aunque sea canadiense- que como tiene que escribir sobre un personaje haitiano entonces se comunica con una haitiana porque supone que ella puede comprender mejor a otra haitiana. Eso es desconocer la complejidad humana, la alteridad, la empatía”, argumenta la autora de las novelas Matate, amor, La débil mental, Precoz y Degenerado. “Las transferencias no se dan entre iguales y, además, ¿qué quiere decir iguales? O sea dos pobres son iguales, dos judíos son iguales, ¿qué tiene que ver? Existen tantas diferencias entre dos judíos como entre un judío y un católico”.
La libertad creadora
¿Qué consecuencias tiene la idea de que la escritura no debe ofender, dañar, molestar? “El error fundamental es pensar qué le pasa al lector”, responde Pérez Alonso. “Los textos menos arriesgados son los menos interesantes. Herir una sensibilidad es una cuestión siempre subjetiva, no se puede estar considerando todas las sensibilidades que pueden ser heridas en el camino. No se podrían escribir El Quijote, El mercader de Venecia ni La Divina Comedia. Lo que es claro es que nadie nos obliga a leer o a ver lo que no queremos”. La directora editorial de Eterna Cadencia dice que “la literatura es puro conflicto”, en el sentido que “desacomoda las perspectivas establecidas” y “amplía miradas”. Djament se pregunta: “¿en qué se transforma la literatura si la edulcoramos, la pasteurizamos?”. La editora pondera la necesidad de fomentar lectores críticos, “que puedan leer de manera plural, tomar decisiones, encontrar matices, tensiones, significaciones múltiples y contrarias a la vez”. A Obedman le parece “nefasta” una escritura que no incomode. “Es difícil sustraerse de la corrección política de estos tiempos. Pretender no ofender me parece completamente legítimo, pero aburridísimo. La literatura no tiene nada que ver con la moral y la libertad creadora es lo único que vale”.
Harwicz observa que el mercado editorial está pariendo un tipo de autor funcional a la corrección política. “La verdadera literatura se opone al Estado, como lo ha hecho George Orwell y todos los escritores de la historia. El verdadero poeta, escritor, artista, se opone al establishment, se opone a su época, se opone a la doxa, se opone a la ley, y por ende daña y es peligroso”. Obedman define como “horrible” esta avanzada sobre los textos clásicos. “Es menospreciar a los lectores pensar que si un chico lee la palabra gordo en un libro de Roald Dahl va a creer que está autorizado a usarla. De hecho la editora de Dahl acá, María Fernanda Maqueira, ya salió a decir que en castellano no se van a revisar esas ediciones. Así que creo que estamos más alineados con Francia en ese sentido”, opina la directora literaria de Alfaguara.
Justicia por mano propia
Djament reflexiona sobre la tendencia de reescribir las obras de Dahl o de Agatha Christie. “No se pueden reescribir los textos del pasado con los parámetros del presente porque perdemos el registro histórico de cómo se hablaba y pensaba en una época determinada y porque ese gesto implica subestimar a les lectores y su capacidad de contextualizar las lecturas. Si fuera necesario, siempre están los paratextos de un libro (prólogos, epílogos, notas) para reconstruir el momento en que se escribió”. Pérez Alonso califica a esta tendencia como “una calamidad” basada en el ahistoricismo. “Los sumerios se llamaban a sí mismos cabecitas negras. Como decía Viñas, siempre hay que contextualizar. Agatha Christie no era racista, tenía una posición tomada integradora, nada en sus libros es peyorativo”, detalla la escritora y editora de Planeta.
¿Por qué la cultura de la cancelación se ha convertido en el signo de estos tiempos? “A partir de la pura emoción alguien decide que alguna expresión artística debe ser objetada o condenada”, explica Pérez Alonso. “Se arman espontáneamente tribus posmodernas, como diría Michel Maffesoli, que consideran que las instituciones no los representan y basta con que alguien pegue un grito para que otros se sumen y exijan un hecho concreto como la censura. Una especie de justicia por mano propia”. Sin embargo, la escritora y editora añade que no toda cancelación es negativa. “Hay patriarcalismo y racismo sistémicos y transfobia sistémica que hay que combatir; el Black Lives Matter es un movimiento que visibilizó la crueldad, la violencia y el racismo de la policía en Estados Unidos”.
Da en el blanco Harwicz cuando señala que la expresión “cultura de la cancelación” es un oxímoron. “La cancelación obstruye la cultura, pero esa especie de fórmula paradójica funciona porque son tiempos de cobardía y de negación patológica. No hay nadie que se pare en una silla y hable levantando la voz a riesgo de muerte, como tantos han hecho en la historia. No hay nadie que se enfrente a nada; hay conformismo. Por eso es posible reescribir los textos y cambiarle los títulos subestimando al lector. Toda malversación es posible en la historia si los hombres que lo hacen son cobardes”. La escritora recuerda que la escritura es “un acto de creación emancipado de cualquier atributo de la realidad” y que los escritores que apelan a los “lectores de sensibilidades” piensan la escritura como “una sumisión” a las reglas. “La lucha de los artistas ha sido una lucha de vida o muerte para defender la soberanía del texto; pero con estos autores cobardes, domados por los sensitivity readers, no hacen falta más dictadores”.