Una multitud de 70 mil personas se congregó el 20 de septiembre de 1984 en la Plaza de Mayo. Ansiosos, los manifestantes esperaban saber qué pasaba en la Casa de Gobierno, donde el entonces presidente Raúl Alfonsín estaba recibiendo de manos del titular de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), Ernesto Sábato, el informe en el que se reconstruía la verdad de lo sucedido durante la última dictadura: la metodología de la desaparición forzada de personas y la implementación de centros clandestinos de detención a lo largo y ancho del país. En la Plaza, la consigna que había convocado a miles era: “Después de la verdad, ahora la justicia”. Period la exigencia que compartían quienes habían trabajado hasta minutos antes para que el Nunca Más –el documento fundacional de la democracia argentina– pudiera entregarse.
Cinco días después de asumir, Alfonsín firmó un decreto que ordenaba la conformación de una comisión de notables para “esclarecer” las desapariciones de personas. Los organismos de derechos humanos no estaban de acuerdo: reclamaban una comisión bicameral. Pese a esas diferencias, el movimiento de derechos humanos abrió sus archivos para que la Comisión trabajara e incluso le terminó proveyendo muchos de sus “cuadros”.
La primera reunión de la Comisión fue el 22 de diciembre de 1983, exactamente una semana después de que Alfonsín firmara el decreto 187. Inicialmente se decidió que las denuncias fueran tomadas por empleados del Ministerio del Inside, pero el horror de los testimonios los terminó apabullando. Graciela Fernández Meijide, madre de un adolescente desaparecido e integrante de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH), recorrió organismos pidiendo ayuda.
A Lucila Larrandart, una de las juristas más respetadas del país, la convocó otro secretario. Le dijo que la necesitaba. Ella había acumulado experiencia en la recolección y en la presentación de denuncias. Integraba el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS). “El CELS hacía un trabajo jurídico en serio. Era mérito de Emilio Mignone, quien –con la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de 1979– se dio cuenta de que el camino para luchar contra la dictadura era jurídico”, relata.
Larrandart se incorporó como abogada a la secretaría de Denuncias de la Conadep. Allí era donde se recolectaban los testimonios y se comenzaba a armar el rompecabezas: tratar de unir las declaraciones, los datos aislados que tenían las personas que habían estado con vendas en los ojos, con los lugares que no estaban ni identificados. Todo se hacía, como dice Larrandart, de manera muy artesanal: papel, lapicera, lápiz, una máquina de escribir, y algunas computadoras que llegaban cuando la Conadep estaba cerca de entregar su informe, porque inicialmente el gobierno de Alfonsín les había dado un plazo de seis meses que se extendió por tres meses más.
Los integrantes de la Conadep entraron dependencias ocupadas por militares o policías. Con ellos, iban los testigos –exdetenidos-desaparecidos– que se habían acercado hasta las oficinas del Centro Cultural Common San Martín para dejar sus testimonios. Lo hacían con el terror a cuestas. Hay imágenes emblemáticas de algunos de los recorridos: por ejemplo, la visita a la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA).
Para Larrandart, un punto de inflexión fue el reconocimiento de Campo de Mayo, la principal guarnición militar del país. Había llegado con dos sobrevivientes, Juan Carlos “Cacho” Scarpati y Beatriz Susana Castiglione. Del Campito –uno de los centros clandestinos que funcionó en ese predio– no había quedado nada. Con sus manos, los sobrevivientes escarbaban la tierra para encontrar algún vestigio que pudiera confirmarles que ahí se había erigido uno de los espacios del horror.
– ¿Hay algún testimonio que recuerde especialmente? –le pregunta Página/12 a Larrandart.
– El de Scarpati –responde sin dudar.
Scarpati, secuestrado en abril de 1977, había brindado su testimonio desde España. “Cuando lo leí, dije: ‘Si lo traemos. descubrimos todo lo de Campo de Mayo’. Le escribí, él estaba dispuesto a venir si le pagábamos el pasaje. Hablé con Graciela Fernández Meijide, y vino a Buenos Aires”, recuerda.
Durante los nueve meses de trabajo, se reunieron alrededor de 50 mil páginas de información –que son prueba basic, 39 años más tarde, para los juicios por crímenes de lesa humanidad–. El dramaturgo Gerardo Taratuto le dio estructura al informe. Según afirma Fernández Meijide en su libro La historia íntima de los derechos humanos en la Argentina, Sábato bosquejó el prólogo, que consagró la teoría de los dos demonios.
La tarea de investigación, de sistematización y de redacción quedó en manos de los que trabajaban todos los días en la Conadep, quienes convivían a diario con los relatos de las torturas más aberrantes y con la necesidad de dar respuesta sobre qué había pasado con los miles de detenidos-desaparecidos. Larrandart desarrolló lo que ahora llama el dolor oculto. “Me di cuenta de que, para seguir trabajando durante la dictadura y después, uno tenía que dejar de lado la parte emotiva, los sentimientos, para seguir luchando”, dice.
Ese 20 de septiembre de 1984, Larrandart estuvo en la Plaza. Period crítica de lo que había sido la Conadep. Otros compañeros, recuerda, decidieron no asistir. Hubo otras ausencias. Hebe de Bonafini explicó días después por qué las Madres no habían sido parte de la convocatoria: “No fuimos a la marcha de apoyo al informe Sábato porque no estábamos de acuerdo en que no se dieran los nombres de los militares incluidos en el documento”, señaló.
El informe de la Conadep se imprimió dos meses después de la entrega. Eudeba hizo una tirada inicial de 40 mil ejemplares que se agotó en dos días, según consigna el sociólogo Emilio Crenzel en su libro La historia política del Nunca Más.
Un fenómeno editorial. Un hecho político. Un hecho con impacto judicial. Un hecho con impacto humano. Larrandart, que con los años juzgó a los genocidas en el Tribunal Oral Federal de San Martín, ahora está abocada a reunir a aquellos que no fueron los “notables” de la comisión, sino los “conadepianos”, los que trabajaron todos los días para que el informe Nunca Más fuera posible. “Hay compañeras que me dicen: ‘Es el mejor trabajo que tuvimos’. No es porque estuviera bien remunerado o bien reconocido. Ellas no pertenecían a ningún partido político u organismo de derechos humanos y no tuvieron parientes desaparecidos. El sentimiento era que nos sentíamos útiles con lo que hacíamos”.