La nostalgia puede matarte. Al menos, eso pasaba en la Europa del siglo XIX, que la consideraba una enfermedad. Afectaba en especial a los soldados que peleaban en el extranjero y solo se curaba con la vuelta al hogar. Hoy usamos la palabra “nostalgia” tanto para hablar del placer de volver a ver una serie de TV que nos acompañó durante la infancia como de la fascinación que nos produce un objeto de otra época o el sentimiento que nos abruma cuando de repente suena una canción en la radio. Es llamativo que en un tiempo en el que mucha más gente viaja, la palabra se use cada vez menos para describir la añoranza del lugar natal, que es su significado etimológico exacto (nostos=hogar; algia=dolor).

Hoy los gurúes de esa plaga que es el wellness aconsejan ejercicios para causar la nostalgia, a la que consideran una emoción benéfica, útil para contrastar el ritmo acelerado de nuestras vidas y el tiempo que pasamos embrutecidos por los consumos digitales. Así como algunos aconsejan darse “baños de bosque” (sí, consiste en hacer caminatas entre los árboles, guiadas por algún entendido que cobra por el acompañamiento), otros sostienen que hacer “ejercicios de nostalgia” contrarresta la depresión o la ansiedad. ¿La receta? Leer cartas antiguas (no importa si nadie nos mandó ni una esquela, siempre se puede recurrir a las de un antepasado) o hacer una lista de recuerdos felices (pero, ¿quién puede bucear en la memoria y volver con un recuerdo unívocamente positivo?). De más está decir que al pertenecer a la generación más amarga del marketing (los X seguimos siendo medio una incógnita), hasta ahora ninguno de esos productos del bienestar entró en mi billetera.

Hay un sentido de la nostalgia que me fascina y es el que nos ocurre como una añoranza de un tiempo que no vivimos y se nos antoja más simple, más glamoroso o más feliz que el nuestro. Algunos objetos tienen más poder que otros para generar esa emoción. La ropa es uno de ellos. Una de mis salidas favoritas con mi ahijada es visitar ferias vintage. No, no me refiero a esas cadenas que venden fast fashion de segunda mano, de confección berreta y materiales aún peores, sino a lugares pensados con otro amor por el pasado. La boutique de la Casa del Teatro en Buenos Aires es uno de ellos. Para nosotras es una especie de refugio. A veces volvemos con perlas, guantes y carteras que difícilmente tengan una función en nuestra vida cotidiana, pero que en el momento preciso se hacen parte de otra cosa: esa ocasión en la que al salir de casa necesitás sentirte protegida por un objeto único.

No llamaría a esa emoción nostalgia, o por lo menos, se trata de una emoción que no mata sino que insufla una especie de segunda vida. Es lo que deben sentir las (súper) heroínas al cambiar de traje y adquirir poderes. Supongo que Ada y yo nos dedicamos a una subespecie de la moda a la que se puede llamar “supersticiosa”.



Fuente Clarin.com

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