Corría septiembre de 2004 y el general de brigada retirado Carlos Alberto Martínez sintió que la situación no daba para más: se estaban reabriendo causas por crímenes cometidos durante la dictadura y empezaban a producirse detenciones de sus camaradas. Martínez, que llevaba ya dos décadas fuera del Ejército, se sentó frente a la computadora y escribió una propuesta que consistía en hacer tantas denuncias contra militantes de los años ‘70 como fueran posibles hasta llegar a una situación de empate que sólo admitiera una salida posible: una amnistía general para antiguos integrantes de las Fuerzas Armadas y de seguridad y para quienes habían sido parte de las organizaciones político-militares de izquierda. La iniciativa se basaba en buscar que los familiares de quienes habían muerto en “cruentos atentados terroristas” se presentaran ante la Justicia. La oficialidad superior se ocuparía de darles fundamentos y abogados. En casi 20 años esta estrategia no había tenido tanta centralidad como la que adquirió durante la semana pasada, cuando Victoria Villarruel, la candidata a vicepresidenta de Javier Milei a quien “no le constan” los crímenes de la última dictadura, protagonizó un acto en la Legislatura porteña con quienes definió como “víctimas del terrorismo”.

Posiblemente por su especialidad, Martínez siempre pasó inadvertido, pero es un engranaje clave del genocidio. Martínez estaba convencido de la lucha “antisubversiva”, tanto que había hecho saber a las autoridades del Ejército que él no autorizaba a ser “canjeado” si era secuestrado por alguna organización armada. Durante 1976 y 1977, estuvo a cargo de la Jefatura II de Inteligencia del Ejército. En enero de 1978, desembarcó como director de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) y se quedó hasta el fin de la dictadura, pese a que durante la Guerra de Malvinas protestó porque nadie le había informado que se preparaba el desembarco.

El Juicio a las Juntas lo enfureció. Solía acudir a las actividades de Familiares y Amigos de Muertos por la Subversión (FAMUS), que fue hegemónica en la posdictadura. Martínez estaba convencido de que había que responder con organización a los intentos por juzgar sus crímenes. En 1989, tuvo su oportunidad de volver a la actividad. Al asumir al frente de la SIDE, Juan Bautista “Tata” Yofre lo rescató del ostracismo y lo puso a dirigir la Escuela Nacional de Inteligencia (ENI). Martínez pegó el portazo, indignado porque los indultos de Carlos Menem no habían sido tan abarcativos como él esperaba, según consigna el periodista Gerardo Young en su libro SIDE: la Argentina secreta.

Martínez nunca abandonó las mañas. Dos días después de que el juez Gabriel Cavallo declarara la inconstitucionalidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida en marzo de 2001, le escribió al dictador Jorge Rafael Videla –de quien había sido uno de sus asesores más cercanos–. El “Pelusa”, como lo conocían en el Ejército, estallaba de ira porque creía que habían perdido la batalla comunicacional.

El dictador estaba, por entonces, en prisión domiciliaria por la causa de robo de bebés. Había recibido el año 2000 con una carta abierta en la que extendía sus deseos de tener una “Argentina grande, reconciliada y en paz”. En marzo de 2001, los periodistas María Seoane y Vicente Muleiro habían publicado El dictador, que se convirtió en un fenómeno de ventas. Entre los jerarcas de la dictadura empezó a correr un rumor: Videla había escrito sus memorias y pensaba hacerlas públicas cuando muriera. Martínez estaba interesado en que Videla hablara y refutara lo que él consideraba una “leyenda negra” sobre la dictadura.

La propuesta

El 25 de septiembre de 2004, Martínez le entregó en mano al general de brigada retirado Augusto Alemanzor su propuesta sobre cómo encarar la nueva etapa. Alemanzor era, para entonces, presidente del Foro de Generales Retirados (FGR), creado hacia finales de 1996 y que también integraba el exhombre fuerte de la inteligencia de la dictadura.

Martínez partía del diagnóstico de que solo el personal retirado de las más altas jerarquías podría dar una respuesta a las detenciones de camaradas que empezaban a producirse. No esperaba nada del Ministerio de Defensa porque era parte del Poder Ejecutivo, “empeñado en profundizar los desencuentros y los enfrentamientos”.

El fin último de Martínez era llegar a la aprobación de una amnistía general. Él estaba particularmente interesado en un proyecto de ley que había presentado ese año el exministro duhaldista Jorge Vanossi. Pero para llegar a la amnistía, necesitaba una situación de empate entre las denuncias que abrían contra militares y las que podrían abrirse contra militantes.

“Dado que difícilmente pueda lograrse que instituciones oficiales, entre ellas las Fuerzas Armadas, de Seguridad y Policiales, destinatarias de cruentos atentados terroristas, denuncien como entidades damnificadas esos actos terroristas y a sus autores, entiendo que los esfuerzos deberían orientarse a lograr que sean los particulares damnificados, en número considerable y deseablemente agrupados, quienes sustancien las acciones legales apropiadas”, sugirió Martínez.

Entre las tareas que detallaba estaban:

  • Localizar a numerosos particulares damnificados, en su mayoría deudos;

  • Fundamentar las denuncias para implicar a exintegrantes de organizaciones político-militares;

  • Como iba a demandar la “intervención de asesoramientos legales del mejor nivel”, deberá definirse si es necesario algún tipo de recurso financiero;

  • Lograr que los particulares damnificados “consientan” su presentación. Para ello será “necesaria una bien programada acción psicológica para clarificar la opinión pública como para motivar a los particulares damnificados”;

  • Dar relevancia a las conmemoraciones de los “eventos principales de la agresión terrorista” y enfocarse en las acciones comunicacionales.

Martínez decía que otros ya estaban dedicados a estas tareas. “Existen grupos liderados por oficiales superiores que están trabajando en temas conexos con lo expuesto”, advertía. Él mismo había intercambiado impresiones con un subordinado, Jorge Norberto Apa, otro exintegrante de la Jefatura de Inteligencia, que le sugirió que los distintos grupos que se conformaran tomaran cada uno algún caso y que la oficialidad aportara recursos a cada uno.

“Dada la trascendencia que pueden tener este tipo de acciones en la búsqueda de una solución definitiva tanto para los procedimientos de nuestros camaradas detenidos como para que prevalezca la verdad completa de la guerra desatada por la agresión terrorista, creo que el FGR no debiera quedar al margen sino que debería jugar un rol acorde con su importante representatividad”, reclamó Martínez –a quien el juez Daniel Rafecas procesó por 1193 secuestros, 700 casos de torturas y 151 homicidios, pero murió antes de ser juzgado.

Pasar a la ofensiva

El 24 de marzo de 2004, Néstor Kirchner hizo descolgar los cuadros de los dictadores del Colegio Militar de la Nación y protagonizó un acto en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) a través del cual se materializaba la salida de la Marina y el puntapié inicial para la conformación de un espacio de memoria.

Como consigna el periodista Germán Ferrari en Símbolos y fantasmas, Arturo Larrabure afirmó públicamente que esos hechos lo determinaron a volver a denunciar el secuestro de su padre, Argentino Larrabure, por cuya muerte responsabiliza al Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). Para esos años se conformaron distintas organizaciones como la Comisión de Homenaje Permanente a los Muertos por la Subversión, la Asociación de Víctimas del Terrorismo en Argentina (AVTA) y la Asociación de Familiares y Amigos de Víctimas del Terrorismo en Argentina (Afavita).

El organismo que mejor cumplió con la consigna de reunir a deudos y abogados fue el Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas (Celtyv), que se conformó en 2006 pero recién se inscribió formalmente en mayo de 2008. Su referente máxima es Victoria Villarruel, una abogada que se había recibido tres años antes, pero que tenía una trayectoria en los grupos pro-militares. Villarruel integró Jóvenes por la Verdad, conformado para 2003 y que, entre otras actividades, procuraba llevar solidaridad a los genocidas presos: así juntaban cartas para Ricardo Cavallo mientras estaba detenido en España. Para esa época,Villarruel empezó a coordinar visitas a Videla, con quien Martínez mantenía contacto. Según el mayor retirado Pedro Mercado, marido de Cecilia Pando, él llegó a conocer al dictador a través de Villarruel.

La abogada, como reconoció en un juicio en Tucumán, también integró la Asociación Unidad Argentina (Aunar), conformada en 1993 por militares que habían actuado en la represión. Su máximo exponente fue Fernando Exequiel Verplaetsen, exdirector de inteligencia en el Comando de Institutos Militares con asiento en Campo de Mayo y último jefe de la Policía bonaerense durante la dictadura. Aunar se sumó formalmente al Celtyv a través del mayor retirado Jorge Alberto Scrigna, su presidente, según surge de la escritura a la que tuvo acceso este diario.

El Celtyv también se conformó con abogados ligados al Colegio de la calle Montevideo, reconocido reducto del conservadurismo y del establishment porteño, como informó el periodista Ari Lijalad en El Destape. Entre otros fundaron el Celtyv su expresidente Máximo Fonrouge, el exconsejero Alejandro Fargosi, Javier Vigo Leguizamón, Carlos Manfroni –que escribió un libro con Villarruel y fue funcionario de Patricia Bullrich en el Ministerio de Seguridad– y Jorge Pérez Alati, socio en el estudio que supieron montar Mariano Grondona (hijo) y el heredero de José Martínez de Hoz, ministro de Economía de Videla. En la conformación original aparecen también los abogados Horacio Adolfo García Belsunce –padre de María Marta García Belsunce, asesinada en 2002 en el country en el que vivía, y muchos años antes integrante del Grupo Azcuénaga, que le daba sustento ideológico a la dictadura– y Eugenio Carlos José Aramburu, hijo del dictador ejecutado por Montoneros en 1970.

Desde su creación, el Celtyv presentó pocos casos ante la Justicia. En ninguno consiguió pronunciamientos favorables. La organización que lidera Villarruel se introdujo como amicus curiae (amigo del tribunal) en dos causas emblemáticas: la de la muerte de Larrabure –que todas las instancias negaron que se tratara de un caso de lesa humanidad y que espera una resolución de la Corte, donde estuvo a punto de salir el año pasado pero retrocedió sorpresivamente– y la de la bomba en Coordinación Federal, donde funcionaba un centro clandestino y operaban los agentes de inteligencia de la Policía Federal Argentina (PFA).

Durante su declaración en el juicio por el Operativo Independencia, Villarruel balbuceó una explicación cuando el fiscal Agustín Chit le preguntó por qué no se habían presentado estos casos ante la Justicia en los años ‘80 y sí recién a partir del reimpulso del proceso de justicia, por ejemplo. Lo que no se conocía hasta ahora eran los pormenores de la estrategia para llevar estos casos a los tribunales, diseñada desde lo más alto de las jerarquías de la última dictadura. Una estrategia que adquiere mayor relevancia después de que Villarruel reclamara en la Legislatura porteña que los militantes de los ’70 “dejen de ser protegidos con la impunidad de la que gozan hasta el momento”.



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