Daniel Feierstein advirtió hace unos años que estaba emergiendo una nueva versión de la teoría de los dos demonios, más peligrosa y tendiente a poner en valor la acción represiva estatal. La centralidad que asumió en los últimos días Victoria Villarruel, candidata a vicepresidenta de Javier Milei y referente de un grupo de “memoria completa” como el Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas (Celtyv), parece haberle dado la razón.
Feierstein, investigador principal del Conicet y director del Centro de Estudios sobre Genocidio (CEG) de la Universidad de Tres de Febrero, conversó con Página/12 acerca de las disputas por la memoria y por la construcción de futuro que plantea la aparición de La Libertad Avanza (LLA) como la fuerza más votada en las elecciones primarias.
– ¿Qué significa la irrupción de Victoria Villarruel en la escena política nacional?
– Por un lado, es la ratificación de un proceso de construcción de contrahegemonía que viene desde hace muchos años. Es un llamado de atención del avance de las construcciones revisionistas en la batalla por el sentido sobre cómo instrumentar el pasado en este presente. Por otro lado, da cuenta de la gravedad del momento político que estamos viviendo. Con el tipo de posturas que ella ya ha explicitado públicamente, que esto no haya alterado el nivel de apoyo que supo encontrar Javier Milei en las elecciones primarias habla como mínimo de que las resistencias a estas miradas negacionistas se han ido debilitando en la sociedad. Hay que preguntarse cómo ocurrió eso. Hemos tenido un muy fuerte consenso sobre el repudio al genocidio y que se extendió hasta hace bastante poco. Tenemos un hito como fue la marcha contra el 2×1 de 2017.
– ¿Qué pasó en el último año, desde que se estrenó Argentina, 1985, con la emoción que provocó, hasta las PASO en las que LLA resultó la fuerza más votada?
– No sé si fuimos capaces de aprovechar todo el impacto que generó la película. El elemento fundamental que puso sobre la mesa es que el relato kirchnerista nos arrancó dos décadas de lucha. El modo en que se conectó el 2003 con los ’70 planteó que los ’80 y los ’90 salieran de la escena. Perdimos la noción de cómo se llegó a las conquistas a las que se llegó. La reapertura del proceso de juzgamiento sólo fue posible por un proceso largo de lucha que desembocó en 2001. Al arrancar esa historia de la narración, te impide comprender los cambios en los últimos años. Al no tener esas herramientas, no se pudo pensar cómo continuar, pero sobre todo tampoco se pudo comprender cómo se dio el proceso contrario. Las PASO de 2023 son un punto de llegada en el proceso de acumulación del negacionismo, que podríamos decir que empieza hacia 2006 o 2007 con la aparición de Cecilia Pando.
– Hay quienes plantean que el discurso de Villarruel no es negacionista sino apologista. ¿Usted cómo lo caracteriza?
– El discurso de Villarruel se separa de las formas de reivindicación más abiertas, como las de Familiares y Amigos de Muertos por la Subversión (Famus). Ella construye un espejo de la lucha de los organismos de derechos humanos hacia el final de la dictadura. Es un poco aprender de lo que fue ese proceso que fue esa versión original de los dos demonios. Al costo de la despolitización, esa construcción de la iluminación de las víctimas y del nivel de horror implementado por la dictadura generó empatía social. De esa manera, se construyó un repudio generalizado que duró no menos de 30 o 35 años y que todavía tiene presencia en la sociedad. Hacia 2006 aparece ese discurso con esta lógica de iluminar a las víctimas de las organizaciones insurgentes y despolitizarlas. Está la comprensión de que el comisario Alberto Villar no parece la víctima más interesante para recuperar porque era uno de los torturadores más tremendos de la Argentina. Caso muy distinto es el del coronel Argentino Larrabure o de un conscripto que termina siendo abatido en el intento de toma del regimiento de Formosa, algún menor que sufrió la consecuencia de un atentado o incluso con José Ignacio Rucci, secretario general de la CGT. El Celtyv parece, además, una especie de espejo del CELS: abogados profesionales puestos al servicio de las víctimas e intentando un discurso desapasionado que recupere el dolor de las víctimas. Es cierto que por su identificación ideológica a Villarruel, a veces, se le escapan niveles de reivindicación de los hechos pero su estructura busca asumir los procedimientos clásicos del negacionismo: minimización, banalización, falsas equivalencias. Si uno confunde y mete en la misma bolsa todos los planteos, no logra observar la efectividad de estos mecanismos frente a otros que no habían nunca logrado colarse en el sentido común argentino.
– ¿La inscribe dentro de la lógica de los dos demonios recargados, que usted planteó hace unos años?
– Es una de las figuras principales de lo que yo llamé la versión recargada de los dos demonios. No se trata de una reedición de los dos demonios, sino que se trata de algo mucho peor. En esta versión recargada viene con el objetivo de estigmatizar la violencia insurgente. La versión original de los dos demonios buscaba iluminar, poner sobre la mesa y condenar la violencia represiva.
– ¿Hay posibilidad de que estos sectores generen una discusión sobre la lucha armada?
– Esta capacidad de interpelación de la versión recargada de los dos demonios se alimenta de varios problemas de los consensos construidos en el movimiento de derechos humanos. Uno de esos consensos, muy problemático, es que la lucha armada se constituyó en un tabú. No ha habido en todos estos años una discusión seria que pueda poner sobre la mesa la cuestión de la lucha armada. Al estar ausente este tema, es lo que les permite a estas versiones recargadas de los dos demonios poner el foco ahí. El procedimiento más engañoso es conectar dos discusiones que son distintas: la discusión sobre los balances, los sentidos y las interpretaciones de la lucha armada en nuestro país por parte de organizaciones insurgentes y la discusión sobre las características del genocidio y sus efectos en el tejido social.
– ¿Esta reinterpretación del genocidio para qué es: para legitimar la violencia represiva o para tener revancha y juzgar a los militantes?
– El efecto más fuerte es el de relegitimar la acción represiva en el presente. Es intentar revertir una conquista política fundamental de toda la posdictadura en la Argentina que fue la deslegitimación del actor militar, sobre todo en su función represiva. Más que buscar la impunidad de aquellos que están condenados o intentar abrir causas contra algunos militantes que todavía estén vivos, el objetivo más profundo es el de relegitimar el rol de las Fuerzas Armadas y las fuerzas de seguridad para lo que se puede venir en el país.
– Villarruel plantea una igualación entre las víctimas o en el dolor, que es algo que no es mensurable políticamente. ¿Cómo se desarma esta operación?
– De muchas maneras. Hay que dejar de hablarnos a nosotros mismos. Pasaron muchos años. Hay muchas generaciones que se suman a la discusión hoy y aparecen nuevas preguntas. Es necesario abolir el tabú a la referencia a la lucha armada y poner sobre la mesa la contextualización del surgimiento de las organizaciones insurgentes -que aparecen como resistencia a órdenes dictatoriales, a proscripciones-, al igual que sus errores y sus problemas. Hay que ser conscientes de que esto no resuelve el debate sobre el sentido del genocidio y sus consecuencias en el presente. Ahí el que fue muy visionario fue Rodolfo Walsh con su carta abierta cuando, ya en 1977, plantea que el sentido del aniquilamiento no está en la lucha antisubversiva, que era algo que estaba resuelto antes del golpe, sino en la transformación socio-económica que se buscaba generar a través del terror.
– ¿Esta erosión al apoyo al Nunca Más implica una derechización de la sociedad?
– En este sentido, yo creo que sí. La realidad es dinámica. No es irreversible. Creo que tiene que ver con la lejanía que se siente de los modos en los que las voces centrales del movimiento de derechos humanos se están refiriendo a esos hechos hoy. Creo que la identificación de algunos sectores con un gobierno determinado generó un proceso de alienación del movimiento de derechos humanos con respecto al conjunto de la sociedad. Hay que recomponer esa relación. Hay cosas que son novedosas y a las que hay que darles mayor escucha. Hoy la voz de aquellos familiares de genocidas que condenan la acción de sus padres, de sus abuelos o de sus tíos puede tener una potencia enorme porque habla desde otro lugar. Me parece muy interesante lo que puede emerger de una organización como Nietes, pero esto implica poder contemplar a la sociedad de hoy. El movimiento de derechos humanos fue muy potente cuando tenía esa capacidad de ir cambiando, de ir conectando con lo que iba pasando en la sociedad.
– Historias Desobedientes definió a Villarruel como una hija obediente del genocidio, ¿comparte esa caracterización?
– Me parece una mirada muy aguda. Efectivamente, ella tiene una vinculación familiar en torno a la participación en el proceso genocida. Lo que es importante poner sobre la mesa es que nadie puede ser responsable por lo que hacen sus padres, pero lo que sí es interesante es qué puede hacer alguien con eso. El contraste entre lo que puede hacer Villarruel y lo que puede hacer Historias Desobedientes es algo que para la sociedad puede ser muy enriquecedor. Si los familiares de los genocidas pueden hacer cosas distintas con ese legado, la sociedad también puede hacer cosas distintas con el legado que recibe de un proceso genocida.