VIVIR – 7 puntos
Living; Reino Unido/Japón/Suecia, 2022
Dirección: Oliver Hermanus.
Guion: Kazuo Ishiguro.
Duración: 102 minutos.
Intérpretes: Bill Nighy, Aimee Lou Wood, Alex Sharp, Tom Burke, Adrian Rawlins, Oliver Chris.
Disponible en HBO Max.
Luego del rotundo éxito de Rashomon (1950) en el Festival de Venecia y la adaptación fallida de El idiota (1951) –los estudios Shochiku amputaron el corte original, eliminando del metraje dos horas de un total de 260 minutos–, Akira Kurosawa y sus colaboradores Shinobu Hashimoto y Hideo Oguni pusieron manos a la obra en la escritura de un guion inspirado parcial y libremente en La muerte de Iván Ilich de Tolstoi.
El resultado fue Vivir (Ikiru), estrenada en Tokio en 1952 y una de las entradas indispensables en el canon del gran realizador japonés. La historia de un empleado municipal gris, un burócrata en el sentido más completo del término, que descubre que le quedan pocos meses de vida se transformó en el prototipo y modelo –rara vez equiparado, mucho menos superado– de la así llamada “película de enfermedad terminal”, que en manos del director de Los siete samuráis se impuso como una reflexión humanista sobre la existencia.
Meritoria y ardua tarea la de encarar una remake formal de semejante clásico, más aún cuando la faena incluye una traducción cultural compleja, del Japón de posguerra al Londres del mismo período. El resultado de ese proceso, Vivir, dirigida con sensibilidad y tacto por el realizador sudafricano Oliver Hermanus, está a la altura de las ambiciones, si no de las cualidades del film original. Los logros, que no son escasos, se deben tanto a la dirección como al guion del escritor y guionista británico-japonés Kazuo Ishiguro –el autor de Lo que queda del día, impulsor de esta nueva versión desde su concepción– y de la performance actoral de Bill Nighy, quien reemplaza a Takashi Shimura en el papel central de un hombre silencioso, siempre igual a sí mismo, que de un día para el otro decide doblegar los barrotes invisibles de una cárcel autoimpuesta. “Alguien que bien podría ser un cadáver viviente”, según lo define el film de 1952.
Reemplazando el sombrero de ala ancha de Kanji Watanabe, el personaje creado por Kurosawa y compañía, el señor Williams usa bombín negro con paraguas a tono, como corresponde a un caballero inglés de comienzos de los 50. Famoso entre sus pares y empleados de menor nivel por su puntualidad y rigor, Williams es también reconocido por cumplir a rajatabla las normas, usos y costumbres laborales de la oficina municipal.
Además de firmar autorizaciones y ejecutar los timbrados de rigor, sabe cuándo “encajonar” un expediente que nadie desea aprobar. Lo comprende muy bien un grupo de mujeres deseosas de transformar un baldío lleno de ratas y basura en un pequeño parque con juegos infantiles, propuesta que viene rebotando de oficina en oficina –de Salubridad a Parques, de Saneamiento a Proyectos Edilicios– sin que nadie termine de darle luz verde o desaprobarla por completo. Una de las decisiones más inteligentes del guion de Ishiguro es partir de un punto de vista diferente al de la película original: un joven empleado recién ingresado a la estructura y, por lo tanto, aún virgen de pecados administrativos y vicios kafkianos.
A pesar de esa variación, Vivir es fiel a los acontecimientos y ritmos de Ikiru, alterando detalles menores –el pachinko es reemplazado por una de esas máquinas con brazo mecánico llenas de peluches; la frugal cena nipona por un buen pastel de papas–, pero manteniendo la curva de autodescubrimiento del protagonista, no exenta de baches, tropezones y caídas. Williams, como Watanabe, también opta en un primer momento por la diversión y la nocturnidad como escape a la dura realidad, antes de caer en la cuenta de que aún es posible dejar una pequeña pero profunda marca en este mundo.
Así, Mr. Zombi, como lo bautiza una ex colega, decide un buen día arremangarse las mangas de la camisa y dejar el confort del escritorio por primera vez en su vida. El último tercio de Vivir, elipsis mediante, sigue asimismo las formas de Ikiru, aunque se extraña la potente y elegante manera en la cual Kurosawa exponía los múltiples puntos de vista sobre el inopinado héroe, es decir, las diferentes versiones posibles de un ser humano único e irremplazable.