El carnaval en Argentina tiene una larga historia. Sabemos que sus inicios se remontan a la época de la colonia y que fueron prohibidos hacia 1776 a partir de un Bando Real de Carlos III y, otro que lo refuerza, del Virrey Vértiz. Estos intentos de prohibiciones explícitas estuvieron presentes durante toda la historia del carnaval. La literatura sobre carnaval registra también acciones con tintes represivos en épocas bien oscuras de nuestra historia. La consigna era clara: habría que eliminarlo para “corregir” los desmanes y las faltas a la “moral y buenas costumbres” que producía, aunque la realidad es que lo que querían anular era ese espacio de alegría que, de repente, nos coloca a todos en términos de iguales. Imagínese que en el carnaval “da lo mismo que sea cura, colchonero, rey de bastos, caradura o polizón”. ¡Qué oprobio!
El carnaval, en un contexto más ampliado, hunde sus raíces en fiestas practicadas por distintas culturas desde muy antiguo y estaban asociadas a los ciclos agrarios. En cuanto a la relación entre estas fiestas y las que conocemos en nuestra región, podemos decir que llegaron como deformaciones operadas por la iglesia católica medieval que las vinculó con el tiempo de la cuaresma. Podrían haber dejado de existir, absorbidas por la liturgia católica la cual, luego de varios intentos, no logró erradicarlo. Del entrudo lusitano -forma primitiva de festejo-, pasando por el carnaval de agua y tierra, hasta los canto-danzas africanas de los negros esclavos, estos modos festivos enraizaron y se fusionaron con otros presentes en la América precolombina.
Es que el carnaval, como tantos otros rituales, tiene una función social o más bien, muchas. De diversión, pero que se hace en serio. Muy en serio. Porque el carnaval es una fiesta, no un festejo. De hecho, es la “fiesta de locos” como diría Harvey Cox, o como afirma Mihaíl Bajtín un espacio de inversión de roles, de la estructura social, cuando la máscara es puesta y depuesta. También fue interpretado, por ejemplo por Umberto Eco, como un momento que permite la transgresión y descompresión social, la sátira y la comedia sin miedo al castigo de la regla pero al mismo tiempo funcional al mantenimiento del orden, o sea, para que la regla sea reafirmada más tarde.
En tiempos de paz o crisis, de abundancia o escasez, y con diversos formatos, el carnaval se sigue celebrando. Es que la magia de este ritual de algarabía y desborde invita a dejar de lado las angustias y pesares del día a día. Permite una pequeña licencia, una amnesia eufórica estimulada por la performance de los cuerpos danzantes, de la música penetrante para el goce y el disfrute. En Argentina, desde el desentierro del diablo en los coloridos cerros del altiplano, pasando por el repique de tamborín en el Noreste, hasta las procesiones acompasadas de cuerpos danzantes al ton y son de picarescas canciones de la murga en el Centro del país, el carnaval se hace sentir en tiempos estivales.
Pero, aunque ingenuamente pensemos que esta es una fiesta más, no lo es. Es una fiesta performativa, es decir que tiene la capacidad de transformarse en acciones y cambiar la realidad. ¡Si, así como lo lee! Es que el carnaval es denuncia, su potencialidad transgresora hace que esté muy lejos de representar un sueño escapista o una idealización utópica. Por el contrario, manifiesta una crítica firme y plantea la necesidad de un cambio en la sociedad de su tiempo. El carnaval opera como estímulo transformador y es un espacio de lucha simbólica entre lo establecido y el cuestionamiento que lo sacude; es eso, un ritual que llama, que habilita, que reconoce esa verdad que quiere aflorar.
Es una licencia para la “mala conducta”, como una irrupción del inconsciente colectivo, ordenado a veces por pequeñas concesiones, dando a conocer, tal vez, la verdadera identidad. Nos recuerdan momentos fundamentales de la memoria común y hacen circular una intensa carga simbólica, instauran un espíritu especial de emotividad compartida y exaltan la imagen de un “nosotros” reafirmando los lazos de integración social.
Esta es la fiesta que expresa un perdido sentido de relación. Una religión inconsciente, un “religare” que nos reúne, nos vincula fuertemente con el con otro, con el entorno cercano, con el mundo, con las realidades, fantasías, presencias y ausencias colectivas. Con el ayer y el hoy, y por qué no, con el mañana.
El carnaval se refugia en las noches para desplegar su teatralidad, música, baile, brillo y color de un mundo somnoliento, como salido de un gran cuento que, al amanecer se desvanece sólo para mostrar la verdadera máscara, el verdadero traje, aquel que usamos y que se vuelve más reconocible: la persona, todo para reanudarse, casi como si nada hubiese ocurrido.
¡Feliz Carnaval!
Por Lic. Carlos Axel Galarza, investigador, integrante del Grupo de Estudios Socioculturales del NEA-Facultad de Humanidad de la Universidad Nacional del Nordeste ( Fac-Hum UNNE) y del Grupo de Estudios Carnavalescos de la Universidad Autónoma de Entre Ríos (UADER).