Se llama Reencuentro. Sin embargo es el primer disco que hacen juntos. Es que entre Susana Rinaldi y Osvaldo Piro hubo mucha vida compartida antes de que entraran juntos en un estudio de grabación. Vida que en parte pasó entre los arrebatos de una institución terrenal y pasajera como el matrimonio. Y en parte en otra institución, el tango, que, también gracias al aporte de ambos, puede vislumbrar formas de más allá y eternidad. Lo cierto es que, después de muchas batallas y acaso de vuelta de todo, “la Tana” y “el Maestro” se juntaron en un disco. Un trabajo hecho de memoria y afecto sobre un repertorio superlativo. Un destino inevitable para dos personajes de una cultura que nunca termina de precisar los confines posibles entre la vida, el trabajo y el arte.

Reeencuentro, editado por Epsa Music, podría escucharse como la culminación del romance de dos caminantes irredentos, que cuando corrían los ’60 del siglo pasado y la ciudad, una vez más, cambiaba de piel, supieron fundar una nueva gramática sentimental para el tango. Cada uno desde su lugar fue descubriendo formas distintas de confianza e intimidad para un género que, tras los años del apogeo que marcaron su clasicismo, se reconfiguraba entre museos y revoluciones. Rinaldi y Piro. Una voz y una orquesta. En el medio de ese mano a mano están algunos de esos tangos invencibles, que en la voz de Rinaldi cobraron otra dimensión expresiva. Y el sonido de un compositor y arreglador que destila en su manera las más refinadas líneas orquestales del cuño decareano, entre Alfredo Gobbi y Aníbal Troilo.

“De la ropita colgada, de la barra que silbaba y el sabalaje bravío”, canta la Tana, tallando de afectos cada palabra de “Patío mío”, después de una versión de “Sur” y esa suave forma de melancolía que siempre está llegando desde otro tiempo. Troilo con Cátulo Castillo, Troilo con Homero Manzi. Las grandes sociedades creativas del tango articulan una selección de la mejor memoria poético musical argentina, patrimonio de un pueblo enaltecido, enciclopedia cariñosa que se prolonga en “Fuimos”, Manzi y José Dames; “Caserón de tejas”, Castillo y Sebastián Piana; “Yuyo verde”, Homero Espósito y Domingo Federico; “Como dos extraños”, José María Contursi y Pedro Laurenz; “Cada vez que me recuerdes”, del mismo Contursi y Mariano Mores.

En el umbral de sus 90, la “Tana” sigue cantando como ninguna. Su voz conserva formas de plenitud que sorprenden y emocionan. Con sensibilidad de lectora descifra el peso expresivo de cada verso. Con instinto de actriz organiza la dramaturgia concentrada de cada tango. Con su historia de cantora del siglo XX va al frente. Se apoya en esa forma de decir que entre reciedumbres y ternuras modela con mil matices los sentidos. Pone los acentos justos para cada afecto. En la misma dirección expresiva, la orquesta de Piro va en busca de la cantante. Escucha, asiste y dialoga, alternando los roles de fondo y figura. La cuerda abundante es la cifra de un sonido suntuoso que casi nunca resulta excesivo y que no necesita “mugre” para sonar tanguero. El pulso reo busca su conciencia en el trabajo rítmico de los fueyes y el piano y los solos de violín y de flauta son manos de un bailarín acariciando. 

A los arreglos de las piezas cantadas, se alternan “Plenilunio”, “Diagonal”, “Urbano” y “Magia en Buenos Aires”, obras instrumentales. Siempre Piro. Música fresca, nueva, compuesta en las sierras de Córdoba –donde hace años el compositor encontró su lugar en el mundo–, que sin dejar de referirse a una Buenos Aires de yeites y sonidos refleja los ancladeros recientes en la travesía de un estilo que en su momento marcó una forma de modernidad para el tango. Una modernidad que en Piro es mucho más que aquel arrebato juvenil con el que abrió caminos en sus comienzos. Es más bien el resultado de la construcción paciente de la diferencia definitiva.

“Dónde estará mi arrabal. Quién se robó mi niñez”, dice Rinaldi en la versión en vivo de “Tinta roja” (Castillo y Piana) que es el bonus track del disco, la yapa. El último eslabón de la selección de temas, pedazos de siglo XX, que que en esta época sin vocabulario ni esperanzas retumban como reencuentros necesarios, para reconstruir la convicción de que esa forma distinguida de tristeza tiene una patria en cada uno. Y en su ejercicio virtuoso, palpita alguna forma de alegría compartida. 



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