Una colonia es un espacio geográfico con bandera propia y todos los
atributos formales de un país independiente, pero que es gobernado
por la clase dirigente de otro país, al servicio de los intereses de
éste último.
Una neocolonia es aquel país que tiene gobierno elegido
formalmente por los residentes, pero en la práctica sus políticas se
fijan por el interés de otro ámbito geográfico.
Argentina, en estos términos, fue una neocolonia desde la
institucionalización, que significó contar con una Constitución
Nacional en 1853.
El grueso de su infraestructura, de sus grandes industrias y de su
comercio internacional tuvo por objeto abastecer de carne barata y
granos a los consumidores ingleses y de lana sucia o simplemente
lavada a las hilanderías del mismo país.
Tengamos claro esto: se integró al trabajo argentino a cadenas de
valor que producían bienes de consumo en Inglaterra y que
sostenían el costo de vida allá, con el subproducto paradojal de
tener alimentos baratos acá.
Con solo un intento de recuperar independencia económica,
abortado en 1955, el proceso fue sufriendo mutaciones a medida
que Estados Unidos reemplazaba a Inglaterra como primera
potencia mundial y mientras el poder financiero se diseminaba por
el mundo, por encima de toda actividad productiva.
Hoy, en el planeta – y obviamente en Argentina – ser una neocolonia
implica que las políticas locales se fijan por el interés de grupos
financieros internacionales, asociados a corporaciones
multinacionales que controlan el mercado interno y las
exportaciones.
Las finanzas ganan con el arbitraje permanente entre el valor de la
divisa escasa y la moneda nacional.
Las multinacionales tienen mil caminos, pero todos conducen a girar
divisas a sus casas matrices.
El punto es que el limón tiene una cantidad de jugo acotada. Luego
de exprimirlo queda una cáscara prescindible. Hay que esperar la
nueva cosecha y volver a exprimir.
En el medio, las finanzas agregan deuda. Y toda esa rapiña lleva a la
población a discutir cualquier sanata, y tratar de protegerse como
sea, escondiendo el hecho básico: Una neocolonia no se puede
administrar para beneficio de los argentinos.
No basta con hacer más y más pozos para encontrar algo que
exportar y traer las divisas que faltan. Con este esquema de poder,
que hasta niega la existencia del problema, ese flanco nunca será
cubierto, porque seguirán acumulándose divisas en cuentas ignotas
por el mundo.
De nada sirvió la valiosa e inolvidable acción de cancelar la deuda
con el FMI en 2005, si durante casi 10 años ese mismo gobierno y
los que le sucedieron admitieron que se pudiera comprar 2 Millones
de dólares por persona y por mes para continuar con la bicicleta
financiera. De nada sirve acusar de insensibilidad a los que la juntan
con pala – aún en gobiernos de discurso popular – sin admitir que la
base del problema es nuestra condición de neocolonia y la única
salida es la democracia económica, donde cada argentino o
argentina pueda acceder a la tierra, a la tecnología y al capital
necesarios para atender con su trabajo las necesidades de su
comunidad.
De nada sirve, especialmente claudicar ideológicamente, llamando
cepo al control inevitable e imprescindible de divisas que no
imprimimos; admitiendo al déficit fiscal como causa de la inflación
en un país con demanda deprimida por el 45 por ciento de pobreza;
levantando la obra pública como único tímido paliativo de los
problemas, mientras la explotación del litio, el cobre, el petróleo,
junto con las exportaciones agroindustriales, quedan a cargo de
multinacionales.
Si queremos salir del espanto y mirar a la cara a nuestros hijos y
nietos, mientras reconstruimos el campo popular, no queda otra que
retomar la consigna básica, que se fue perdiendo en la memoria: PATRIA SI. COLONIA NO
*Instituto para la Producción Social