Adrián Dárgelos es uno de los mejores frontmen que tiene el rock argentino. Cada movimiento suyo sobre el escenario es una extensión física de sus canciones, por lo que el relato amplifica su dimensión. Y de eso volvió a dar constancia el sábado, en el recital de Babasónicos en el Campo Argentino de Polo. En “Vacío”, por ejemplo, el artista se derrumbó en el suelo hasta quedar de rodillas, tras interpretar “Si luchamos, esta vez que sea a favor. Si perdemos, esta vez que sea otra cosa”, dilatando la agonía que genera la incertidumbre de la resolución. En “Viento y marea” estiró la pretina de su pantalón, con mueca provocadora, cuando versaba sobre un “final indecoroso”. Pero quizá su mejor encarnación sea la canchera, la triunfadora, esa en la que levanta el pie del micrófono por encima de su cabeza en señal de victoria.

Las canciones del grupo son tan gestuales en sí mismas que el cantante no necesita recurrir a la verborragia del rock, a la arenga compulsiva o a la dedicatoria innecesaria. Él fluye, con el agradecimiento en calidad de bastión de su exigua perorata. Si quiere decir algo más allá de lo expuesto, lo que suele ser inusual, apela a la misma herramienta con la que confecciona sus historias: a partir de la sugerencia a la que invita el metadiscurso. Tal como sucedió hacia el final del show, cuando desembuchó “Alguna noche como esta nos van a venir a buscar y vamos a haber salido de la trinchera, porque lo que viene es cuerpo a cuerpo”. Unos minutos antes, buena parte de las 55 mil personas que asistieron al show habían gritado “El que no salta votó a Milei”. Como para alimentar la fantasía de un Frente Babasónico Antilibertario…

De todas formas, no hay que olvidar que luego de su fundación, en 1991, cada una de las acciones que produce la banda es un gesto político. Desde presentarse en sociedad con un himno generacional (o d-generacional) hasta sacar un álbum de la consistencia de Trinchera, que en el ya mentado “Vacío”, como si se tratara de un manifiesto, advierte: “La identidad no se negocia nunca y el que lo hace vive preso”. Si su disco Miami era un dardo certero contra la Argentina menemista (en plena decadencia), el último trabajo del grupo es, según el vocalista y compositor, “una discusión con el presente”. Con la utopía como salida. Y más tras la pandemia. Por eso no es fortuito que el arte de tapa sea una propuesta de bandera o que la canción “La izquierda de la noche” invite a conocer a ese “proyecto de país”.

El primer single promocional del decimotercer disco de estudio de los de Lanús fue parte del repertorio del recital en el estadio de Palermo, donde se percibió, especialmente en el desenlace, cierto aroma a la conclusión. ¿Del año? ¿De una etapa? Previo a que sonara ese pop tan minimalista como urgente, el grupo tocó su western “Pendejo”. Y mucho antes, ya había alternado temas de esta época con algunos de sus hits. Sin embargo, cuando hizo en el inicio de su performance “Montañas de agua”, se intuyó que el concepto de esta vuelta a Buenos Aires tenía coincidencias con sus actuaciones en el Movistar Arena. Al igual que en ese raid, durante el clásico del álbum Trance zomba se proyectó en simultáneo su video, en el que se pudo apreciar a un Dárgelos veinteañero, rodeado de varios buggy, en contraste con el hombre maduro que estaba en escena.

En esta oportunidad, la diferencia la marcaron la elección de un predio al aire libre y el escenario con forma de triángulo equilátero. A pesar de su simpleza, es un símbolo geométrico cargado de un sinnúmero de connotaciones. En las escuelas esotéricas, el triángulo representa a la trinidad divina, mientras que en el catolicismo personifica a la Santísima Trinidad, en el hinduismo sintetiza a Brahma, Vishnu y Shiva. Y en la masonería es sinónimo de desarrollo y madurez espiritual. En cualquier caso, es la insignia de la suma, en la que dos elementos pueden dar lugar a un tercero: la vida y la muerte siempre resultan en la evolución humana, y la luz y la oscuridad desencadenan el conocimiento. Aunque esa estructura abría el juego para esto y más, no fue aprovechada del todo, salvo para la funcionalidad estética. Y a medias, porque las luces no explotaron su valor exponencial ni su potencia.

Pero para eso estaban Dárgelos y su cofradía. Ataviado en principio como un pampeano del futuro, el capitán de Babasónicos progresivamente fue evidenciando su chamanismo. Incluso en su outfit. Quien hace unos años fuera el líder de una “especie gronchótica”, admiradora de la ciencia chongo-astral, se transformó en nigromante de las fuerzas naturales de la canción. Al punto de que lo que inicialmente se preveía como un “concierto acuático” -después de la alerta naranja que se había disparado en la mañana de ese día- pudo ser controlado hasta la medianoche. A lo largo de dos horas, el vocalista demostró su capacidad de modificar la percepción. En la medida que el show avanzaba, la narrativa cobraba vida propia. Entonces el componente audiovisual pasó a un segundo plano, dejando a la banda y a su obra al desnudo.

Si se llegó a creer que Babasónicos había dejado atrás la veta pop de A propósito, nada más alejado de la realidad. Al momento de rockearla en “Yegua”, el contraste se sintió. Y bien fuerte. Eso sucedió en el cierre, porque el show había arrancado con esa oda a la sofisticación llamada “Anubis”, a la que le secundó el hitero “Pijamas” y el clásico “¿Y qué?”. “Sin mi diablo” siguió ahondando en su pasado mediano (el del álbum Infame), al igual que “Once”. Sin embargo, su actualidad desfiló de la mano de “La izquierda de la noche” y “Viento y marea”. La canción, en su condición de hito y sostén, irrumpió con el himno “El colmo”, lo que allanó el camino para que el escudo de la bandera de Trinchera, ese tridente de Poseidón que también ilustra la bandera de Barbados, se apoderara de las pantallas al calor de “Mentira nórdica”. Por si alguien creía en la alegría escandinava.

Después de acercarse a sus compañeros para cantarle de espaldas al público, lo que tuvo un rebote inverso en la pantalla (algo similar se vio en el show de Róisín Murphy en el pasado Primavera Sound), Dárgelos le cedió a Carca el protagonismo en el alba de “El loco”, en la que cambió la guitarra por la cítara. Y la mecharon con el dembow espacial “Trinchera”. A continuación, Diego Uma dejó de lado los bongós y se ubicó al otro extremo del escenario para cantar junto a su hermano “Microdancing” (volvieron a hacer dúo en “La lanza”). El funk lascivo y vampiresco “Ingrediente” despertó la franela entre el público, lo que casi se sale de control en el rock retrofuturista “Los calientes”. Antes de que la tormenta fuera tormenta, Babasónicos fue huracán en “Capital afectivo”, maravilloso tema en el que su artífice asciende en su ingenio en la construcción gradual de imágenes, como si estuviera subiendo una escalera.

Si algo tienen en común “Deléctrico” y “La pregunta” es su orientación hacia la pista de baile y su condimento cowboy, lo que ayudó a enlazarlos. El alud pistero continuó con el delicioso “Paradoja” y el electro rock “Bye bye”. Casi cerca del final, el grupo despidió a Trinchera mediante el pop sexy “Mimos son mimos”, y se metió con los hits: tras hacer “Carismático” y “Yegua”, la banda dejó el escenario. Un rato más tarde, Dárgelos, que ya había bajado a cantarle al público un par de veces, volvió esta vez envuelto en un impermeable blanco, como provocando al cielo. La banda hizo un hiato para estrenar en vivo, al menos en Buenos Aires, su flamante single “Tajada”. A “Como eran las cosas”, balada devenida en atrevimiento, le sucedieron “Putita” e “Irresponsables”. Y así llegó la confirmación de que Babasónicos no sólo es uno de los mejores grupos del mundo, sino también una rara avis. 



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