Dueño de una personalidad enigmática y de una sensibilidad única encerradas en el cuerpo de un verdadero rockstar, 80 años atrás nacía Jim Morrison, el líder y vocalista de The Doors que, cobijado en la poesía, lo espiritual y la experimentación, pasó a la historia como uno de los íconos definitivos de la contracultura estadounidense de los 60.
Sus breves seis años de fama sobre los escenarios junto a aquella banda ineludible del rock psicodélico fueron suficientes para transformarlo en mito y verlo desplegar una combinación de voracidad literaria, filosófica y artística hasta entonces excepcional en la música, sin dudas potenciada por los excesos de su entorno y los suyos propios.
Nacido en la cálida península de Florida el 8 de diciembre de 1943, hijo de un capitán de la Armada, James Douglas Morrison -como lo llamaron sus padres- saltó de ciudad en ciudad y de escuela en escuela durante toda su infancia y adolescencia. Aquel volátil estilo de vida familiar moldeó a este joven inocente, muchas veces tímido y de notable inteligencia, que prefería recluirse en sus amados poetas malditos, aquellos franceses bohemios que le marcaron el sendero.
Así, Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud y Paul Verlaine dieron paso a la politizada generación beat de los años de posguerra, con textos de Jack Kerouac y Allen Ginsberg, y más tarde a exploradores de lo existencial como Franz Kafka, Albert Camus y Louis-Ferdinand Céline; un cóctel de influencias coronado por su fascinación por el pensador alemán Friedrich Nietzsche, un incatalogable del que se quedaría con su propia interpretación sobre el nihilismo y el sentido -o no- de las cosas.
Instalado en Los Ángeles y entrando en sus veinte, Morrison sobrevivía en las terrazas de conocidos y conocidas y apuntalaba su pluma mientras estudiaba cine y teatro en la universidad, ya perfilando sus impulsos por unir distintas formas de expresión artística y convertirlas en un acto chamánico, liberador y hedonista en medio de un Estados Unidos que despachaba chicos a pelear en Vietnam y que veía en crisis la leyenda del “sueño americano”.
Pero casi como por accidente y aunque el destino parecía depararle un lugar entre lo más destacado de la poesía o detrás de cámaras en el Nuevo Hollywood, decidió volcar todas sus inquietudes en la música cuando en julio de 1965 conoció a Ray Manzarek, otro alumno de la Universidad de California, en las playas de Venice. Pocos meses más tarde, el mundo pasaría a conocerlos como el cantante y el tecladista de la incipiente banda que formaron con el baterista John Densmore y con Robby Krieger, el último en sumarse, en guitarra.
Bautizada The Doors en honor al ensayo autobiográfico Las puertas de la percepción -mejor conocido como el profundo viaje de ácido lisérgico de Aldous Huxley-, la esencia sonora y lírica del cuarteto se resumía en la propia cita de William Blake que había inspirado al autor inglés: “Si las puertas de la percepción fueran depuradas, todo aparecería ante el hombre tal cual es: infinito”.
Con una voz no entrenada pero que honraba a su admirado Elvis Presley, “Mr. Mojo Risin” (el seudónimo que adoptó reordenando las letras de su nombre) cantaba sobre la depravación, la desesperanza y el pesimismo, aunque siempre dejando entrever dosis de sensualidad y romanticismo y el deseo por la libertad y una vida mejor que proclamaban los movimientos antisistema de su tiempo.
Desde ese momento fue él, con un micrófono adelante, uno de esos poetas malditos que inculcaron su curiosidad por hurgar en los rincones sombríos del alma y a responder frente a esa oscuridad sin mensajes edulcorados, materializada en el repertorio de álbumes obligatorios como The Doors (1967), Strange Days (1967) y L.A. Woman (1971)
De todos modos, ese mismo semblante intelectual y complejo que lo distinguía entre la gran mayoría de los frontman corría paralelamente a la encarnación del arquetipo de estrella del rock que lo llevó también a incursionar abusivamente en las drogas y el alcohol, a lanzar frases ácidas frente a la prensa y a la comisaría en medio de -al menos- un show.
A veces elegía mirar más a sus compañeros de banda que a su público, pero siempre entraba en una especie de trance y ofrecía performances llenas de saltos, contorsiones, sex appeal y provocación. Forma y contenido coincidían, desde distintos aspectos, en el desenfreno y la rebeldía que tan bien impactó en una juventud siempre sedienta de ídolos. Y en este caso era uno que, más allá de su génesis como un incomprendido en busca de alcanzar la verdad a través de las palabras, supo hacer convivir su ego con la entrega en función de un proyecto que le dio a su poesía un nuevo -¿y mejorado?- sentido.
Morrison se consumió en su propia ley y murió en París, por causas que todavía se debaten, el 3 de julio de 1971. Tenía 27 años, la infame cifra que lo conecta con otros talentos que partieron mucho antes de lo esperado, aunque no sin dejar su marca insoslayable en la historia de la música y la cultura. Al fin y al cabo, y quizás sin suponer que aún hoy las personas se acercarían a dejarle flores en su tumba, alguna vez escribió: “Soy el Rey Lagarto / Puedo hacer lo que sea”.