El sábado pasado se entregaron los Martín Fierro de la Moda en los que fui distinguida como “Mejor estilo femenino en conducción”. No se imaginan la felicidad que sentí en ese momento. Una vez escuché decir que los premios llegan cuando uno no los espera. Doy fe de que es así. Debe haber sido la primera vez en que yo fui a una entrega sin ninguna expectativa. Si bien muchas personas me decían que lo podía ganar, lo cierto es que en otras oportunidades sentí que lo merecía y perdía.
Cuando llegué a casa, Pablo me esperaba con una pizza en el horno. Nos abrazamos, lo miré a los ojos y le dije “¡Gracias!”. Siento que en mi discurso no le agradecí lo suficiente. Sin su ayuda, nada de lo que hago sería posible.
Quise escribir inmediatamente para aprovechar la emoción que sentí. Mis improvisadas palabras en la ceremonia me llevaron a un recuerdo hermoso y al oficio de costureras de mi mamá y mis tías Blanca y Francisca. Muchas veces me han preguntado de dónde venía mi pasión por la moda. Hoy puedo decir que el interés no lo despierta la moda en sí, sino esta labor noble no reconocida y poco valorada.
A mi vieja y a mis tías las veía a toda hora en la máquina de coser, hasta de noche con una lamparita y un mate lavado como testigo, arriesgando a perder la vista: nada las detenía porque cuando había que entregar no se dormía. Esta es la historia de miles de personas que, desde el comedor de sus casas con este oficio llenan la heladera y ponen un plato de comida en sus mesas. Detrás de este mundo frívolo, hay mucha gente que aporta su grano de arena. Muchas veces son explotadxs por la industria en talleres clandestinos. Todo eso me une a la máquina de coser: el trabajo, la resistencia, la libertad.
Cuando mi mamá murió, esa máquina quedó en silencio. Ya no se escuchaba el traqueteo de los pedales o ese olor aceite tan característico. Un día, a los 8 años, decidí abrir esa Singer que estaba en el centro del comedor de mi casa y mi vida cambió para siempre.
Yo era una niña trans que vivía en una sociedad que me decía que lo que yo era estaba mal: me castigaban, me gritaban, pero nadie me explicaba por qué. En esa incertidumbre y sin ningún tipo de ayuda, le preguntaba a Dios por qué me había hecho así. No quería ser obligada a ser un niño. Es tan difícil ir contra la naturaleza, es como pedirle a un pájaro que no vuele.
Sin darme cuenta, en cada puntada y con cada bobina cargada, estaba cosiendo mi destino. Cada retazo de tela que encontraba era convertido en un vestido para mis muñecas de trapo, que escondía detrás de los cajones. Pasaban los años y cada día cosía mejor, así que dejé de coser para las muñecas y comencé hacerlo para mí.
Esa máquina era mi escape, mi lugar era mundo donde yo empecé a construir y soñar con una vida en la que yo podía pertenecer. A los 17 años me fui de mi casa con un vestido y esa fue una gran declaración política. Yo, con 17 años y cien pesos en la cartera, me dije que iba a demostrarles a todos que estaban equivocados: mi identidad no tenía nada de malo.
Acá estoy, 30 años después: el tiempo me dio la razón. Mientras pronunciaba este discurso, mis hijxs lloraban frente al televisor. Solo puedo decir gracias a la vida, a esa máquina Singer, a ese oficio que llevo ya en mi ADN y en especial, a esa niña que fui. Gracias a ella hoy tengo lo más importante de mi vida: mi familia.