Si no fue frío e implacable como Monzón, si no tuvo el duende y la magia de Nicolino, si no hizo campaña grande en los Estados Unidos como Lausse y Maravilla Martínez, si ni siquiera fue campeón argentino, ¿por qué José María Gatica, sesenta años después de su muerte que se conmemora este domingo sigue convocando la mirada de poetas, músicos, sociólogos y psicólogos sociales? ¿Que tuvo Gatica en su tiempo de gloria (1945/1951) y que tiene ahora para que siga siendo uno de los personajes ineludibles de la historia del deporte argentino?
Gatica, el Tigre, el Mazorquero, jamás el Mono (Mono las pelotas, decía cada vez que se lo llamaban así), fue mucho más que un peleador espectacular, corajudo, sanguíneo e intuitivo. Un extraordinario generador de emociones. Entre 1945 y 1954, peleó 44 veces en el Luna Park. Y siempre lo llenó. Multitudes iban a verlo. Y él devolvió cada peso de la entrada con su estilo furioso, callejero y desaliñado.
Nacido el 25 de mayo de 1925 en Villa Mercedes (San Luis) y fallecido en el Hospital Rawson el martes 12 de noviembre de 1963 luego de que un colectivo de la actual línea 95 le pasara por encima, Gatica fue un emergente de su época. Un símbolo del ascenso de una clase social que el 17 de octubre de 1945 irrumpió en la vida política de la Argentina, poniendo sus patas en las fuentes de la Plaza de Mayo. Y que diez años más tarde, los tanques y los cañones de la Libertadora expulsaron de allí. Casualmente (o no tanto), la carrera boxística de Gatica describió casi la misma parábola: debutó como profesional en 1945 y se retiró en julio de 1956, un mes después de los fusilamientos de la Operación Masacre en José León Suárez y cuando hacía rato que peleaba a escondidas, perseguido por la saña de los gorilas.
En esa clave, se entiende por qué sus cuatro peleas profesionales con Alfredo Prada (1946, 1947, 1948 y 1953) paralizaron la Argentina y, hasta hoy, constituyen la rivalidad más enconada que haya existido en el pugilismo nacional. Y una de las más intensas de nuestra historia deportiva. Ese duelo sintetizó, como ningún otro, los odios y amores desmesurados de la Argentina de aquel tiempo. Gatica era el ídolo de las populares del Luna. Trepaba al ring de Corrientes y Bouchard con su famosa bata con la inscripción “Perón-Evita” en la espalda, se compraba la ropa más cara y extravagante de Buenos Aires, pagaba casamientos en las villas, repartía su dinero entre los lustrabotas de Constitución y las prostitutas de los cabarets del Bajo y se les reía en la cara a los cajetillas y a los oligarcas. Cuando osaban criticarle tanto desprendimiento, tanta plata tirada, espetaba “aire, aire, cuando Gatica tiene, todos tienen”. Y seguía metiendo la mano en el bolsillo.
Prada también era peronista. Pero no hacía ostentación pública de su credo político. Después de cada pelea con Gatica, Perón lo convocaba a su residencia de Libertador y Austria (donde hoy se levanta la Biblioteca Nacional) y juntos, analizaban el combate (Perón sabía de boxeo tanto como de política). Cuando Prada ganó por abandono en el 6º round en 1947 y por nocaut en el mismo asalto en 1953, los barrios ricos de la ciudad descorcharon champán francés para celebrar la derrota del lumpen analfabeto y rencoroso. Cuando Gatica venció por puntos en 1946 y 1948, el pobrerío entonó su canción de revancha.
El desbarranque dio comienzo luego de su derrota por nocaut en el primer round del 5 de enero de 1951 en el Madison de Nueva York ante Ike Williams, el campeón mundial de los livianos. Cuando perdió por última vez ante Prada en 1953, de aquel boxeador avasallante y demoledor, de aquellos ojos verdes que se clavaban en los de su rival para anticiparle la derrota, ya no quedaba más nada sino un físico estragado por los excesos y los desarreglos. Se calcula que cobró bolsas por más de cuatro millones de pesos de aquel tiempo. Pero a esa fortuna se la llevaron las tentaciones de la noche, los amigos del campeón, algunos familiares insaciables y los fulleros del pase inglés. Sólo le quedó la fidelidad de su tercera esposa Rita Armellino, y el amor de sus tres hijas, Eva, Viviana y Patricia.
Ya retirado, Gatica vivió de su fama. Y siguió derrochando dinero y salud como si los tiempos del apogeo fueran inagotables. Prada lo asoció a su Cantina “Prada y Gatica Nocaut” para que atrajera clientes y les dijera “Buenas Noches y buen provecho” a los que entraban. Para ayudarlo, Martin Karadagian en 1957 montó una fantochada en la Bombonera que terminó de la peor manera: le rompió los meniscos de la rodilla derecha y lo dejó rengo por el resto de su vida. En los últimos y tristes años era común verlo borracho, gordo y mal entrazado vagando por las calles de Buenos Aires. Era un personaje de la ciudad. Y un mal ejemplo para las buenas conciencias: alguien que había hecho vibrar a multitudes en el Luna y que ahora era un espectro, un mal recuerdo de si mismo.
Sin embargo, a la hora de la muerte al ídolo no lo dejaron solo. Una multitud de laburantes llevó su féretro a pulso desde el estadio de la Federación Argentina de Box hasta el cementerio de Avellaneda, entonando la marcha peronista en público por primera vez desde el golpe del 55. Desde mayo de 2013 sus restos reposan en San Luis, en su Villa Mercedes natal, y un museo recuerda su vida y su obra encima de los cuadriláteros.
En 11 años como profesional, Gatica hizo 95 peleas de las que ganó 85 (72 antes del límite), 7 derrotas, 2 empates y 1 sin decisión. Pero su rival más enconado acaso no haya sido Prada, sino el odio. Un odio de clase larvado, viscoso, profundo, que no le hizo concesiones y que nunca le disculpó el haber llegado a ser una celebridad desde el hondo bajofondo. A sesenta años de su muerte, la memoria de Gatica sigue peleando contra esos fantasmas. Porque en la Argentina, arriba y abajo de los rings, el combate contra el odio parece no terminarse nunca.