Desde Río de Janeiro
Las finales no se juegan, se ganan. Una de esas frases hechas en el fútbol que no tienen significado alguno. Los autos no se manejan, llegan. Para llegar hay que manejar. Para ganar hay que jugar. Boca no ganó la final de la Copa Libertadores en el Maracaná y atesora el gran mérito de llegar. Pero la pregunta es si el equipo de Almirón jugó esta final realmente para ganarla. Si la jugó como una final.
Luis Advíncula la jugó como una final. Nicolás Figal la jugó como una final. Su salida, después de arremeter contra todo, incluso en ataque, no se entiende. Y por eso se comprende su gesto contrariado hacia el entrenador. ¿Acaso Barco jugó el partido con Fluminense como una final? ¿Estuvo Medina a la altura? A ambos se los notó imprecisos, erráticos. Alguna vez el Loco Gatti dijo que los pibes ganan partidos pero no campeonatos. No será hora de cargarles a ellos sino de preguntarse si con esto le alcanzaba a Boca. De hecho, sí le sirvió para llegar al partido decisivo y con mérito propio.
Alternó lo mejor de Boca: muchos jugadores surgidos de sus divisiones inferiores –como parte del elogiable proyecto de la conducción de Juan Román Riquelme y del Consejo de Fútbol– con algunos refuerzos de real jerarquía internacional. Desde los propios tiempos de Román, eyectado por la conducción anterior, más cercana a los negocios que al fútbol, Boca no tenía líderes en la cancha como los que presentó en esta Copa, por caso tres jugadores de Selección y ex Manchester United como Chiquito Romero, Marcos Rojo y Edinson Cavani.
Pero en el choque ante Fluminense no tuvo oportunidad de contar con Rojo y de hacer valer la jerarquía de Chiquito y de Cavani. El arquero no tuvo nada por hacer en los dos golazos de Fluminense. El uruguayo fue valioso para presionar en la salida en algunos pasajes, para ganar pelotas perdidas. Pero en la que le quedó para definir en el comienzo del partido exageró generosidad con un pase inconducente. Sin embargo, cuando él y Merentiel dejaron la cancha, Boca perdió capacidad de presión arriba y competitividad en ataque. Benedetto nunca presionó como Cavani ni ganó un solo pelotazo llovido, y en la única que ensayó una media vuelta de su estilo su remate se fue demasiado desviado.
Fluminense fue más que Boca, en lo colectivo y en las grandes definiciones individuales. No le sobró nada pero sacó diferencia, con los grandes gestos de Keno para provocar las notables ejecuciones de Cano y Kennedy. La igualdad llegó también por un gran arresto individual de Advíncula, quien además aportó un coraje extremo y ganó las pelotas divididas no de la misma forma que la mayoría de sus compañeros. Pol Fernández intentó manejar el juego pero no se le mostraron alternativas de pase, quizá justamente por la confusión de Medina y Barco, y después la de Langoni y Janson.
Boca perdió su sexta final de Libertadores. Pero tiene seis ganadas. Para ganarlas hay que jugarlas. Justamente. Porque fue protagonista y generó un fenómeno único en la historia del fútbol argentino. Un peregrinaje inédito de más de 100.000 hinchas de un club hacia el extranjero. Quizá, para un partido solo, incluso mayor a los masivos acompañamientos que tuvo la Selección en los Mundiales de Brasil y Qatar, donde la cantidad de decenas de miles de hinchas hay que contabilizarla con la suma de varios partidos de una competencia larga.
De esos 100.000 hinchas sólo cerca de 40.000 estuvieron en la cancha. Muchos viajaron sin entrada, algunos con esfuerzos conmovedores. El hincha de Villa Adelina al que se le rompió el auto en la frontera, lo dejó y siguió en micro. El tachero de Capital que dijo que trabaja 12 horas por día y que aquí se gastó lo que no tenía. El simpatizante de Mar del Plata que equivocó la ruta y condujo más de 50 horas para llegar a destino. Quien le tuvo toda la confianza a Boca y sacó un pasaje en el hot sale hace 5 meses a 140.000 pesos y los seguidores de gran poder adquisitivo que no tuvieron problemas en comprar un paquete por 3 días o subirse a un chárter por una sola noche y pagar entre 2.000 y 3.000 dólares. Increiblemente a ese peregrinaje emocionante le faltó el respeto cierta prensa que, para referirse a semejante viaje, recurrió a las mismas ligerezas que cuando afirman que a las grandes manifestaciones populares de la Argentina “se los llevó a los militantes pagos, en micros”. Sí, claro. En algo hay que llegar. Y sí, pagos, por su propio esfuerzo o pasión sin límite de cálculo.
Párrafo aparte para la Conmebol. Estuvieron muy bien los responsables de prensa, no así el resto de la organización. No hubo como ocurre en la Champions una Fan Zone, con pantallas gigantes que los hinchas que viajaron sin entrada pudieran ver el partido todos juntos. Tan cierto como el hecho de que muchos viajaron sin entradas, es que hubo cientos o miles que no pudieron entrar con su ticket pagado y cargado correctamente en la aplicación correspondiente en su celular. La única forma de contar con una entrada, por un sistema que supuestamente servía para controlar la reventa y que terminó generando angustia, descontrol y violencia. Por lo que significó la caza de teléfonos para robar entradas que solo iban adheridas a un dispositivo y por la violencia de la policía que a una determinada hora les cerró el paso a quienes incluso mostraban correctamente su entrada en el teléfono.
También fue un caos el regreso, con molinetes cerrados en el Metro, gente agolpada, y desde días anteriores hinchas expuestos a robos y agresiones e incluso a represión sin justificación.
La Conmebol impuso la final única para imitar a la Champions. No alcanza con desearlo. Hay que hacerlo bien y de manera articulada con las autoridades de la sede elegida.
No estuvo a la altura. Como el equipo de Almirón. La peregrinación de hinchas de Boca fue demasiado gigante. Hasta ahí el amor. Pero se renovará pronto. Con la obsesión de la séptima. Para poder ganar hay que saber jugar. Pero también llegar.