Desde Barcelona
UNO Rodríguez de nuevo frente a su biblioteca y de espaldas al mundo y sus misiles y sus torpedeados. Y Rodríguez siempre se preguntó por todas esas fotos de escritores con bibliotecas a sus espaldas (pose que se vio aún más incrementada en tiempos de covid-zoom cuando, incluso, el ampliar y leer lomos en estantes ajenos se convirtió en suerte de ocupación tonta para supuestamente cultos desocupados en casa); y se dice que lo lógico sería que todos esos autores diesen la espalda a quienes lo miran y prestando sus ojos o mirada a todos los que leyeron. Reverente y agradecidos. Rodríguez sólo conoce una foto así. Una foto del gran William H. Gass quien escribió mucho y leyó mucho más para que a él no se lo leyese todo lo que se merecía. Gass como, sí, uno de esos “escritores de escritores” y autores de títulos indispensables como En el corazón del corazón del país. Ese conjunto de cuentos con un largo prólogo/credo que reza: “Pocos de los relatos por contar que uno guarda dentro llegan a ser contados, porque el corazón rara vez confiesa a la inteligencia sus necesidades más profundas; y pocos de los relatos por narrar que uno guarda en su cabeza llegan a ser narrados, porque la mente no siempre dispone de una voz que darles. Incluso cuando la voz está ahí, y la lengua se vuelve ágil, como con el licor o con el amor, ¿dónde está ese sensible y admirador par de orejas?”. Y sí, claro, por supuesto. Por cosas como esta que escribió Gass fue que Rodríguez enseguida buscó y encontró todo lo tan sólido de Gass y que –a la hora de su reciente y ya comentada purga de su biblioteca– conservó todos y cada uno de sus libros.
DOS Y fue en 2017, cuando la muerte por fin alcanzó al incansable William H. Gass a la edad de noventa y tres años. Pero con todas sus facultades mentales intactas (y posando para otras fotos con el satisfecho aire de un veterano archi-enemigo que había derrotado a James Bond o, al menos, no había sido derrotado por 007) el hombre estaba lejos de ser una figura de un pasado irrecuperable. De acuerdo, Gass pertenecía a ese grupo de revolucionarios ya vintage (partiendo de Gaddis y seguido por Pynchon, Coover, Barthelme, McElroy y Barth entre otros a los que se etiquetó como posmodernos) quienes patearon el tablero de la ficción norteamericana y buscaron un vía alternativa mientras leían a gente como Borges y García Márquez y Cortázar y Calvino. Escuadrón anguloso que hizo mucho durante un breve en vida aunque amplísimo en obra período entre el límpido realismo de The New Yorker y el realismo sucio de Carver & Co. Pero Gass –habiendo acuñado y patentado el término “metaficción”– se mantuvo muy en activo y –acaso lo más importante– su influencia y magisterio fue a menudo reconocido e invocado por jóvenes como Ben Marcus, Rick Moody, William T. Vollmann, Joshua Cohen y David Foster Wallace.
Y fue luego de esa reinvención del imaginario nazi que es The Tunnel (en 1995, tras tres décadas de trabajo en lo que para algunos fue milagrosa aberración y para otros aberrante milagro ganador del American Book Award) Gass aceleró su marcha. Tres novelas cortas en Cartesian Sonata (donde resplandecía “Emma entra en una oración de Elizabeth Bishop” tratando exactamente de eso); magnífica novela Middle C (que puede entenderse como gran hermana menor de la prologada por Gass Los reconocimientos de Gaddis, con su preocupación por la autenticidad de lo falso y su afán de compilar atrocidades para un museo secreto); nouvelles y relatos en Eyes (donde se incluye una entrevista al inesperadamente racista piano de Sam en el film Casablanca y el soliloquio de una silla de barbería próxima a ser bombardeada); y dejado listo un portentoso William H. Gass Reader de casi mil páginas de best of y greatest hits. Añadir seis volúmenes de ensayos y reseñas (con propuestas como la de Kafka comentando una biografía de Kafka) y el hecho de que, en 2014, la prestigiosa editorial NYRB Classics reeditara con honores dos de sus libros más famosos y, acaso, más fáciles de asimilar. A saber, a leer: la ya mencionada legendaria colección de cuentos, En el corazón del corazón del país (donde Gass, no deconstruye pero sí disuelve para luego solidificar en nuevo molde el vasto paisaje de la Gran Tradición Narrativa Norteamericana y retrata con letras algo parecido a cuadros de Edward Wyeth repintados por Jackson Pollock) y Sobre lo azul.
TRES Y en esa foto de William H. Gass (de un tiempo a esta parte afortunadamente traducido por la editorial La Navaja Suiza) de espaldas al lector y de frente a sus escritores, Rodríguez no puede sino detectar, con orgullo, varios libros que siguen en su biblioteca. En la de Gass faltan, por supuesto, los libros de Gass. Pero no importa. Rodríguez los tiene. Y, entre todos ellos, acaso porque es el más portátil de todos, ese titulado Sobre lo azul. Y en Sobre lo azul (el título original, On Being Blue, juega con la multiplicidad de sentidos de una palabra que es color, música, estado de ánimo y hasta sinónimo de porno) están todos los modales y obsesiones de Gass. Su manía referencial y su amor por las listas y el pedido de ayuda a sus amigos espirituales. Un rápido censo revela a Henry James, Barth, Woolf, Rilke, Whitman, Pound, Burns, Rossetti, Aiken, Hawkes, Graves, Reich, Salomón, D’Annunzio, Donne, Johnson, Conrad, Louys, Stein, Stevens, Rabelais, Anaxágoras, Joyce, Demócrito, Beckett, Platón, Yeats, Galeno, Colette, Protágoras, Moore, Shakespeare, Schopenhauer, Descartes, Goethe, Kandinsky… Todos ellos en breve pero inmensa “investigación filosófica” que casi podría ser un bonus-track del XXL y enciclopédico Anatomía de la melancolía de Robert Burton. Sobre lo azul parte de una visión de todo lo azul –incluyendo a lápices y huevos y medias y flores y blue jeans y hasta el lenguaje de las aves y los demonios del delirio y la mente en su inconmensurable totalidad– pero su verdadera meta/tema, como todo en Gass, es el lenguaje en sí mismo. Y, luego de afirmar que todo es azul (ese color que Homero nunca llama por su nombre en La Odisea) concluir rindiéndose a un “todo es gris”.
CUATRO Pero a no entristecerse: Gass era un gran optimista en la oscuridad. Y, en 2015, su mensaje a los que querían escribir fue: “Sé feliz porque nadie mira lo que haces, nadie te escucha, a nadie realmente le importa lo que consigas; pero en ocasiones suceden accidentes y nace la belleza.
Antes de eso –una y otra vez bellamente accidentado, y en un muy citado debate de 1978– William H. Gass y John Gardner se sentaron a batirse a duelo estético. Gardner –convencido de que la novela tenía el deber de ser algo moralmente inspirador y no preocuparse por experimentos o vanguardias– había acusado a Gass con un “Diferimos en la definición de belleza… La diferencia está en que mi 707 podrá volar mientras que el de él tiene tantas incrustaciones de oro que jamás podrá despegar del suelo”. Al oír eso en boca de Gardner, Gass respondió: “Lo que yo quiero en realidad es lograr que lo mío esté allí quieto y pegado a la tierra y sólido como una roca y conseguir que todos piensen que está volando”.
Sólido e inamovible –en lo suyo que también es lo de Rodríguez– Gardner vuela.
Aquí viene o –mejor dicho, no lo pensemos ni un segundo– allá va Rodríguez, dándome la espalda y frente a Gass: a su lado, azulado y vista al frente, muy triste, muy blue.