Después de 40 años de democracia, la Argentina afronta una elección bisagra con el corazón en la mano. Están en juego principios y valores básicos de la convivencia social, que pretenden ser sustituidos desde la conducción del Estado -y las fuerzas de seguridad- por la visión más extrema del capitalismo salvaje, donde todo es sálvese quien pueda. Una sociedad sin freno para los poderosos, que tendrán libertad para imponer a su antojo la ley del más fuerte. Otra de las opciones para el electorado es terminar para siempre con la expresión política que representa a no menos de un tercio de los votantes en el país, justamente la que batalla -o debería- por el bien común y los intereses de las mayorías populares.

En las presidenciales de 1983, Raúl Alfonsín se embanderaba con los conceptos fundacionales del preámbulo de la constitución: “Si alguien nos pregunta por qué marchamos, por qué luchamos, tenemos que contestarles que marchamos y luchamos para constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que deseen habitar en el suelo argentino”. Las mujeres y diversidades todavía no eran ni enunciadas.

En 1989, cuando la naciente democracia tambaleaba por los levantamientos militares de los carapintada y los golpes de mercado, tras cinco años de economía de guerra y más derrotas que triunfos en las peleas dadas y no dadas contra los poderes fácticos, Carlos Menem prometía salariazo y revolución productiva para cumplir aquello de que con la democracia se come, se cura y se educa. 

En 1995 las consignas del riojano ya fueron otras, en línea con los criterios devastadores del Consenso de Washington y el individualismo a ultranza. Era una sociedad partida, en la que algunos se llenaban los bolsillos o disfrutaban de viajes por el mundo y a otros no les quedaba más opción que montar piquetes para visualizar su tragedia. La democracia abandonaba la idea del bien común y se consagraba a la realización material, puramente personal.  Las AFJP son un símbolo de esa época.

La Alianza que consagró a Fernando de la Rúa como presidente en 1999 se plantaba ahí: “¿Alguien quiere seguir con esto?” Y la sociedad votó que no, pero el gobierno de radicales, liberales, peronistas y sectores de centro izquierda siguió en la misma y terminó, en diciembre de 2001, con un tendal de muertos y estado de sitio.

En 2003, Néstor Kirchner prometió no abandonar las convicciones democráticas y de justicia social en la puerta de la Casa Rosada y cumplió de tal modo que el día que le tocó partir de este mundo lo hizo abrazado por multitudes que no lo olvidan. 

“Sabemos lo que hicimos, sabemos lo que falta”, fue la consigna para seguir adelante de Cristina Fernández de Kirchner en 2007, reforzada en 2011 con la utopía del “vamos por todo”.

Pero en 2015 el candidato fue el proyecto y el ganador resultó Mauricio Macri, emblema del capitalismo más rancio, que se tuvo que disfrazar de persona sensible para mentir en su compromiso de “no cambiar nada de lo que está bien y mejorar lo que está mal”.

El peronismo reunificado prometió en 2019 con Alberto Fernández y Cristina “empezar por los últimos” y “volver mejores”, para terminar con los integrantes de aquella fórmula peleados como perro y gato, cuando más debieron unirse para enfrentar calamidades como la herencia macrista, la pandemia, un mundo patas para arriba, el atentado a la vicepresidenta y la peor sequía de la historia. Más del 40 por ciento de la sociedad debajo de la línea de pobreza no podría expresar de forma más lacerante el nivel de fracaso y desilusión por la experiencia fallida.

Motosierra

Así es como emerge de los estudios de televisión y las redes sociales el candidato de la motosierra, Javier Milei, financiado por un sector del círculo rojo y rodeado de menemistas que buscan volver para completar su obra de privatizaciones -el Banco Nación es uno de los primeros apuntados, que logró escapar de la liquidación del patrimonio nacional en los ’90- y aniquilar la premisa de la justicia social, catalogada como un robo o una estafa.

La construcción de la figura de la casta como responsable de todos los males esconde de la mirada general la responsabilidad de las empresas dominantes, de los medios de comunicación aliados o miembros de esos sectores concentrados, de los especuladores financieros que timbean el país, de los buitres que quieren apropiarse de las riquezas en hidrocarburos, minerales y demás que podrían apalancar un proyecto de desarrollo.

“Cuando alguien se siente dolido, traicionado, enojado, puede pensar que la venganza es la reparación. Pero la venganza siempre trae sangre, literal o metafóricamente”, analiza la psicoanalista Débora Blanca. El voto como acto de venganza es un tiro en el pie

Promesas rotas

La sensación dominante antes de las elecciones es de vértigo, de una incertidumbre extrema, más que cualquier otra votación para presidente desde 1983. Una de las características principales del vértigo es el aturdimiento. No es fácil pensar cuando hay vértigo y aturdimiento, cuando el ruido de la motosierra lo tapa todo.

La democracia argentina acumula decepciones, frustraciones y hartazgos. Está llena de promesas rotas. Pero la reivindicación de la dictadura y el genocidio que la precedió o el ascenso a la cúpula del poder público de quienes más la lastimaron nunca puede ser el camino para repararla. 



Fuente-Página/12