La obra “Coqueluche”, dirigida por José María Muscari y protagonizada por Betiana Blum y la ex “Gran Hermano” Julieta Poggio, pone en la escena del Multiteatro porteño los temas y estilos que hacen de su mentor un ícono con un perfil propio.
Con préstamos de la telenovela y la comedia familiar de los años ’70 y ’80, cándida pero interceptada por la autoparodia, “Coqueluche” combina figuras del teatro y la tevé, y pone a sus personajes a interactuar en un living de colores saturados y ambientación “kitsch”, entre música pop y héroes y antihéroes enfrentados por la nobleza o la vileza de sus emociones.
La pieza está cumpliendo su temporada en la sala sita en avenida Corrientes 1283 con funciones los miércoles y jueves a las 19.30, viernes y sábados a las 19 y 21, y domingos a las 19.
Presentada como “una comedia como las de antes”, “Coqueluche” propone su historia en el mítico teatro que anteriormente llevó el nombre de Blanca Podestá y donde se convirtió en un éxito absoluto, con la actuación de Niní Marshall -en el rol de la diva- y Thelma Biral, como la protagonista, 50 años antes.
Cuenta la historia de Juanita (Poggio), que está al cuidado de unas monjas en un internado hasta que son invadidas por la epidemia de tos convulsa (coqueluche). Por ese motivo, la madre superiora (Mónica Villa), la deja al cuidado de una actriz/diva del teatro, Victoria (Blum), que vive en la mansión vecina para preservarla del contagio.
En un juego de malentendidos y cruces entre Coqueluche, el amante de la diva (Mario Guerci), y el hijo (Agustín Sullivan), la trama avanza con juegos de simulación para ocultarle al hijo la real identidad del personaje asumido por Guerci.
Convertida desde que egresó de “la casa más famosa de la TV”, “Gran Hermano”, en una figura requerida por diversos elencos teatrales, Poggio hace esfuerzos para despegarse de la infantilizada cadencia que representó en el “reality” y consigue algo de rusticidad para “ese espíritu indomable” que – se supone- le asigna la historia de Ricardo Romero.
Así, de pronto, quiere “comer nueces” o dice que “no es un espanto tener cotorra pero si querés le digo la casita”, marcando con su presencia el exabrupto y siendo definida por el amante/sobrino de la diva con ecos de la lucha de clases del melodrama tradicional: “Es una groncha”.
Al estilo de “La jaula de las locas”, la trama deviene en un juego de espejismos entre identidades simuladas siempre a punto de ser desenmascaradas, hasta que el amor irrumpe de la mano de la “frescura” de la chica, y el acartonamiento cae a partir de las intervenciones de la monja, que interpreta Villa, quien mostrando carteles o a través de gags cómicos, funciona como enlace entre escenas, marca el paso del tiempo y distancia a la historia de su anécdota ingenua.
Con su punto alto en el histrionismo de Villa, la obra tiene el plus de verla compartir escenario con Blum, por primera vez juntas desde su mítico ensamble cómico siendo parte del elenco del filme “Esperando la carroza” que Alejandro Doria estrenó en 1985.
Estructurada en torno a parejas que funcionan como pares de opuestos, “Coqueluche” crece cuando el personaje de Poggio infiltra su rudimentaria “autenticidad” en el mundo de las apariencias haciendo que caiga la máscara del amante marcado por la especulación y la impostura; y compensa cierta dureza en la expresión y los diálogos a cargo de los modelos del elenco con la sólida presencia actoral de Sullivan (ex Sandro en la serie “Sandro de América”, fluido en el decir y seguro en los desplazamientos), la presencia de por sí magnética de Blum y la gracia natural de Villa.
“Coqueluche” simplifica su planteo y recarga su estética a la medida de la “comedia brillante” que marcó una época de escenarios con divanes y puertas que se abren y se cierran y estudios de tevé devenidos en señoriales caseríos, desde las comedias de Guillermo Bredeston y Nora Cárpena hasta las de Osvaldo Pacheco y Darío Víttori, con entradas y salidas entre aplausos y atracciones predestinadas entre personajes pero usualmente obstruidas por una distinta pertenencia de clase.
En el medio, se perciben los recursos característicos de Muscari, que comenta la ficción con referencias a la realidad de los actores, como cuando tomando como molde la reconocida referencia a “Gran Hermano” hace decir al personaje de Poggio dirigiéndose al de Guerci: “Vos sos el novio de Victoria; dejame porque te juro que te hago la espontánea”.
Con esa estela común entre personaje y actriz del “digo lo que pienso a cada paso”, Juanita/ Coqueluche/Poggio deviene ya no en promesa sino en la confirmación de una irrupción inédita en el espectáculo nacional, a la que no se le exige gracia histriónica ni convicción interpretativa sino solamente ese tono agudo desfachatado que la destacó en el “reality” y que le legó una legión de seguidores en redes que aporta al marketing convocante.
Si en 1971 la gran Niní Marshall se animó a un personaje que no había sido escrito por ella misma, bajo la puesta de Muscari el protagónico de Blum la ancla en una figura con menos desparpajo y más aura de diva, que se da el lujo de lucir vestuarios de gala, para un papel que sigue encontrando en la figura de la creadora de “Catita” una referencia insuperable.
Así, como en otras experiencias de Muscari, no es necesario creer sino dejarse imbuir de una estética y un clima envolventes, que no eluden la referencia a las culturas urbanas y juveniles que se expresan también en atractivas coreografías.
En el cruce generacional, la mezcla de registros, la ingenuidad de la trama y el expresionismo explícito, se arma un mundo propio en el que el mayor temor de los personajes -como tantas veces en Muscari- es al escándalo mediático y el respaldo y la contención desde los afectos cercanos -la familia- que también operan como un elemento de compensación.
En la producción de Muscari, no hace falta disimular que las cosas y las relaciones se dan demasiado rápido, muchas veces meramente enunciadas, sin progreso dramático; este es un mundo “como el de antes” en el que “el corazón” tiene razones que “la cabeza” no comprende.