El experimentado director jujeño Rodolfo Pacheco viste con esmero “Los lugares cambian”, una obra escrita por Elena Bossi, que abarca los temas de la simulación social en el llamado Norte Grande argentino, el tiempo anquilosado y la urgencia de conocer la propia identidad pese al paso de los años.
La obra acaba de estrenarse en el Teatro Mitre de San Salvador, capital de la provincia, como parte del programa “El Teatro Nacional Cervantes produce en el país”.
Con una ubicación temporaria indefinida, la acción encuentra a tres viudas nonagenarias que pertenecieron a la clase alta local, vivieron sus vidas, se casaron y tuvieron hijos, aunque al final de sus vidas y con la vieja casona en decadencia se sorprenden con la llegada de un hijo septuagenario (e ignorado por décadas) que intenta investigar cuál de ese trío es su madre biológica.
En su momento, ante el desliz de una de ellas, adolescente, el padre de familia determinó que su embarazo fuera ocultado por todos y la parturienta fuera fletada a algún pueblo ignoto para que pariera, obligándola a entregar la criatura a alguna “buena familia” que se hiciera cargo.
A partir de aquel momento quedó sellado el pacto de silencio. Como si se tratara de una conjura militar, las tres ancianas se niegan y se negarán a revelar cuál de ellas tuvo al bebé en su vientre. Hasta que la llegada del inesperado visitante (Roberto Cruz), que intenta revelarle su historia a su propia hija adolescente, desbarata esa convivencia.
El texto de la autora Elena Bossi –porteña de nacimiento, con varias décadas en la provincia y con otros espectáculos de su creación- abunda en diálogos, a veces reiterativos, ente las protagonistas (María del Carmen Echenique, Noemí Salerno y Silvia Gallegos), que no solo viven un presente de inercia ante la inminencia del fin de sus vidas, sino que por momentos reviven situaciones conflictivas del pasado como si pertenecieran al presente.
Son al mismo tiempo adolescentes que discuten según sus puntos de vista –que el director Pacheco sabe diferenciar por movimientos escénicos, personalidades, posturas- y que rehúyen a la muerte con conjuros religiosos y al amparo de una “santa rita”, flor y planta venerada en varias provincias vecinas y a la que se le atribuyen cualidades milagrosas.
Pacheco se vio en la obligación de alterar el mecanismo y se vio obligado a insuflarle elementos enriquecedores: hace entrar al hijo olvidado al principio, aunque mayormente es apenas un espectador de la primera parte de la acción, como un fantasma, e introduce dos peones de escena/actores/bailarines (Tupac Peláez y Ezequier Boris), que con la coreografía de Marcelo Chenin Mamani reproducen con belleza los movimientos de los bailarines callejeros y se transforman en “traductores” y comentaristas del estado de ánimo de los personajes centrales. Por momentos despliegan movimientos exquisitos.
Echenique, Salerno y Gallegos utilizan su veteranía –ninguna llega a la edad de sus criaturas, por cierto- para marcar estilos, ofrecer guiños y distinguirse como expertas practicantes de la escena. Menos convincente resulta Cruz, quien sin embargo ha trabajado en varias puestas de Pacheco.
Como el director estaba dispuesto a crear un espectáculo luminoso y llamativo para todos los públicos, aceleró el ritmo de su puesta, que al principio y gracias a las demasiadas palabras resultaba un tanto moroso, y agregó una sorprendente escenografía de J.C. Fabio Sánchez, una colorida iluminación de Saturnino Peñalva –que con la ayuda del productor Martín Lavini, del Cervantes, logró que los focos LED de la sala redujeran sus molesta vibración- más una oportuna música incidental de Bruno Romero, quien dirigió en vivo un quinteto de vientos y cuerdas –cuyos instrumentistas no aparecen en el programa de mano- desde la tertulia derecha.
El programa del Cervantes
De todos modos, el ciclo “El TNC produce en el país” que este año además presentó “De quién es el mar” (Santa Rosa, La Pampa), “Otilia Buenaventura” (Monte Caseros, Corrientes); “Cueva caliente, mientras los filósofos duermen”, (Ciudad de Córdoba); “Hedda Gabler” (Ciudad de Santa Fe); y “Los establos de Su Majestad” (Las Heras, Mendoza). sigue revelando que el centro de la actividad teatral y artística no reside únicamente en el ámbito porteño y sus alrededores.
Cada lugar del mal llamado “interior” tiene sus maestros, su tradición, sus figuras prestigiosas y un público atento que sabe detectar la calidad. Aunque a veces hay espectáculos que por su costo material y por carencia de elementos técnicos esenciales no pueden acceder a montajes de real interés, como en este caso.